Andrés - (¡Habráse visto! Ya se te ve en la cara cuánto lo sientes.) Pues
tráigame un café con leche por lo menos.
Camarero -
Bien, señor. (Y le soltaba el "señor' con un sutil acento de recochineo.)
Andrés -
(Me compro un bollo por ahí y santas pascuas. Yo me ahorro unas pelillas y ellos
las dejan de ganar.)
Desde
luego, ¿cómo iban a ir bien los negocios? Si Andrés no fuera tan orgulloso,
habría podido exponer al dueño del local sus puntos de vista, e incluso
conseguir un empleo como cabeza pensante de todo aquel barullo, pero no estaba
dispuesto a sacar a nadie las castañas del fuego. Así que, con las mismas, un
poco más animado por el café y sacando fuerzas de flaqueza, se coló en la
primera boca de Metro que le vino al paso.
Si no
fuera porque se sentía predestinado para otros quehaceres -¿cómo decirlo?- menos
perecederos, pensaría seriamente en presentar su candidatura para alcalde en las
próximas elecciones. Como independiente, claro. Aquella ciudad parecía necesitar
con desesperación la sangre fría de alguien capaz de ponerla patas arriba
definitivamente, o de construir sobre la ciénaga sin ningún sentido. Construir,
construir, a la par que todo se ahoga, ocultando alaridos con ocupaciones
chirriantes. ¡Ah, qué buen alcalde sería! Lástima de ciudad, que perdía sin
saberlo su mejor oportunidad. Pero el destino se burla de los planes de los
hombres y tiene otros proyectos para Andrés. Bien es cierto que en sus primeros
años de Universidad vociferó en manifestaciones y asambleas y colaboró con tres
movimientos políticos, a cual más izquierdista, repartiendo propaganda por los
buzones, vendiendo prensa clandestina a las amigas de su madre, diseñando
pósters que luego claveteaba a la entrada del bar de la Facultad -donde, por
cierto, pasaba más horas que en las aulas-, participando en reuniones
interminables en las que se teorizaba pomposamente sobre el final del fascismo,
cantando con su guitarra en festivales pro-amnistía. Pero aquellos eran otros
tiempos. Ya lo creo que sí. La injusticia presentaba un blanco franco. La rudeza
del régimen era, en cierto modo, infantil. Sus mecanismos de control tan
evidentes que resultaba fácil colocarse frente a ellos. La programación
televisiva tan mala que permitía dedicarse a la lectura o a cualesquiera otros
menesteres. La censura a todos los niveles tan exagerada que no dejaba lugar a
dudas sobre la ridiculez de los censores. Aquellos eran otros tiempos, en los
que la palabra libertad estaba llena de concreciones y las contradicciones
sociológicas de nitidez. El régimen democrático, sin embargo, aspiraba a hacer
lo mismo con las mentes de los ciudadanos, pero con mayores sutilezas y
subterfugios. Andrés no había visitado las urnas, bueno, en realidad, ni
siquiera estaba censado. Por una parte, le aterrorizaba pensar que cierta gente
pudiera votar; por otra, las opciones a elegir eran a cual más disparatadas; y,
por ende, no estaba, en general y por principios, de acuerdo con las mayorías.
En fin, que no sabía uno qué era peor, si correr en las manifestaciones con las
porras de "los grises' arreándole en las nalgas, o correr sin ton ni son, o al
ton y al son de las campañas publicitarias.