Y se las daba de corazón. ¡Dios santo! Tal vez no saliera todo tan mal como
había imaginado. Imaginaciones, eso, imaginaciones. No era un incomprendido ni
un paria, era sólo que el destino probaba su fortaleza para hacerla mayor,
cincelaba los rasgos de su genio con pequeñas dificultades. Claro, eso era.
No hubo
ningún problema para alquilar el inmueble. Al día siguiente se firmaría el
contrato, pagando un mes de fianza y otro por adelantado, lo cual agravaría al
máximo su penuria económica. Era un cuartucho bastante lúgubre, con una mesa
camilla y una cocina empotrada con pintas de no servir para nada, la cadena del
inodoro hacía un ruido espantoso y lo que llamaban ducha tenía aspecto de poco
fiar. Andrés, tumbado en una colcha de cuadros, descolorida por el humo de cien
mil batallas y lavada sin suavizante a juzgar por lo que rascaba, empezaba a
descubrir por qué aquel "estudio' estaba desocupado a mediados de mes y los
encargados tan prestos a alquilarlo. En fin, al menos tenía donde pasar la
noche, a salvo de los desaprensivos lobos de las grandes urbes y a salvo de su
propia vergüenza, también.
Por
supuesto, no tenía ningún pijama en la maleta, claro, las prisas, que solo le
habían permitido meter apresuradamente algunas fotos antiguas, dos o tres
cuadernos de poemas, sus libros más queridos, un transistor a pilas, pinturas de
cera, de pastel, un montón de bolígrafos y rotuladores medio secos, la navaja de
afeitar, un peine rojo al que le faltaban dos púas, una cejilla de guitarra (por
si algún día se compraba una), una carpeta con una selección de cartas y
postales, todo ello arrebujado con un par de camisas y un cajón volcado de
calcetines y calzoncillos. Se le había olvidado meter el pijama, las prisas. Y
el cepillo de dientes, tampoco tenía el cepillo de dientes, ni dentífrico para
poder frotarse con el dedo por lo menos. Había que ser positivo, ¡diantre!, pero
todo esto empezaba a ser dramático. Pensó, para consolarse, en los machos
primitivos saliendo a cazar agazapados en las sombras de sus selvas, pero
incluso esto se le antojaba menos tétrico. Además, él habría sido el brujo de la
tribu y habría vivido atendido y feliz, protegido por el resto de sus
conselvatarios, con solo prepararles algún té de vez en cuando. Por fortuna, el
sueño es más fuerte que cualquier desdicha y es así como nuestro atribulado
Andrés cae al fin agotado y duerme su primera noche de exilio en un lugar donde
ni siquiera se atreve a desabrochar su trenka de paño, ni sus zapatos, de tan
poco suyo que lo siente.
Cuando se
despertó a la mañana siguiente, apenas sabía si todo aquello había ocurrido de
verdad o era una pesadilla más. Parecía que al fin lo había logrado, más valía
tarde que nunca. Era increíble no tener a su madre aporreando la puerta y
acuchillándole las sienes con su voz inaudita. ¿Qué hora sería? Tendría que
comprar un despertador baratito, o de lo contrario no conseguiría levantarse ni
un día antes de la hora de comer. Se filtraba un sol tibio a través de la
cortina y se sintió bien. Aquel estudio no era del todo desagradable, al fin y
al cabo. Podía poner alguno de sus dibujos por las paredes, incluso alguna
fotografía y quizá, quizá, hasta un poema. No poseía una idea del confort
demasiado rigurosa: un lugar en el que poder olerse un poco a sí mismo, donde
poder abandonarse a refugio del mundo exterior, una trinchera en línea de fuego
donde fumar un cigarrillo de vez en cuando y pensar tranquilamente en sus
propios asuntos. En cualquier caso, el curso de su optimismo sufrió una dura
prueba cuando, al irse a lavar la cara, reparó en el chorretón de óxido que el
grifo había ido dejando al no parar de gotear. Naturalmente, podía exigir al
encargado una inmediata reparación, pero no le hacía ninguna gracia que
empezaran a husmear en sus cosas, ya se las arreglaría.