Bajó una ventanilla para que le diera un poco el aire. Hacía frío pero él
estaba enojado. Nunca perdonaría a su madre el haberle forzado a vagar entre la
muchedumbre. ¿Cuántos horrores le aguardarían?
Cuando
salió de Chamartín, con su maleta de cartón atada por un cordel y su pretendido
aire de entendido despistado, recordó de nuevo su habitación y el estómago se le
hizo un rebujo. Había una larga hilera de taxis, pero él no quería empezar
derrochando el poco dinero que había tomado prestado de la caja que su madre
guardaba en el armario, entre las sábanas y las toallas, y cuya llave había
localizado en la mesilla de noche de su progenitora tras una ardua búsqueda. Lo
primero que había que hacer era encontrar un techo bajo el que cobijarse, para
lo cual lo mejor sería llegar hasta algún barrio donde los apartamentos no
fueran excesivamente caros. Pensión no quería en ningún caso, bastante harto
estaba ya de su madre como para tener que aguantar a una patrona metiendo las
narices en sus cosas.
Andrés -
Por favor, ¿podría usted indicarme el mejor camino para llegar a un barrio?
Mujer - ¿A
un barrio? ¿A qué barrio?
Andrés - A
cualquiera, bueno, a uno... no sé, normalito.
Mujer -
Pero, ¿qué dice usted? Este tipo está chiflado. Ande, déjeme, que tengo prisa.
Tiene
prisa, claro, habrá alguien aguardándola en algún pisito calentito. Y yo aquí,
perdido y solo, sin saber, como Segismundo, si es realidad o sueño este lío en
el que me he metido. Aunque esta buena mujer puede ayudarme sin saberlo, la
seguiré y a ver en dónde paro.
Así fue
como montó por primera vez en un vagón de Metro. La mujer se había percatado de
que la seguía e hizo dos o tres trasbordos. Andrés adivinó que estaba intentando
confundirle y que al final le conduciría a una pista falsa, si antes no lograba
perderle de vista. Así es que se sentó en un andén y la dejó marchar. Al fin y
al cabo, allí sobraba gente a quien poder seguir. Buscó con los ojos. Pasaban de
las tres de la tarde y sintió hambre al mirar el reloj. Montó en un nuevo vagón
y no bajó hasta el final de la línea: Avenida de América, Prosperidad, Alfonso
XIII... todo le sonaba a chino. Engulló un bocadillo de salchicha con una
cerveza y embistió las calles a la hora de la siesta, con la maleta colgando
cada vez más a plomo. Pateó toda la tarde de aquí para allá, tan mareado que no
se daba cuenta de que era la segunda o tercera vez que doblaba la misma esquina,
todas se parecían tanto.