Cuando llegó a la estación de ferrocarril y se vio allí, en medio de un
trasiego de gentes que parecían saber exactamente su lugar de destino, dónde
sacar su billete y la hora en que partía su tren, se encontró un poco perdido y
a punto estuvo de dar media vuelta y echar a correr. La verdad es que Andrés
(Andresito, hijo, en qué hora se me ocurriría traerte a ti a este mundo), a
pesar de sus veintiocho añitos, había hecho pocos viajes él solito. Un par de
ellos para ir a ver a un amigo que vivía en un pueblo cercano y, con sus padres,
unas vacaciones en Santander y otras en Alicante. Al extranjero nunca, ni
siquiera tenía pasaporte. No obstante, recordando las infamias y las faltas de
reconocimiento que había venido sufriendo cada vez con mayor asiduidad, tragó
saliva, dio una patadita en el suelo y se encaminó con paso decidido hacia la
ventanilla que menos cola tenía. Cualquier ciudad podía servir, siempre que el
billete no fuera demasiado caro y no tuviera que esperar demasiado tiempo en
aquella estación tan horripilante.
A los tres
cuartos de hora estaba sentado en un expreso con destino Madrid, compartiendo
vagón con dos soldados, un vejete que se empeñaría durante todo el viaje en
demostrar que no lo era tanto y una chica de aspecto terrible, a la que desde el
principio procuró no mirar demasiado. Intentaba poner en orden su cabeza.
Aquello era una locura, pero el destino, que tan injusto se le mostraba, no le
dejaba otra alternativa. Él era un teórico, un soñador, un artista, no un vulgar
aventurero. Y he aquí que se veía obligado a abandonar su ciudad natal, su
guitarra y la mayoría de sus libros, por culpa de la incomprensión de las mentes
cerriles y obtusas de su familia (-nadie es profeta en su tierra", sabio
refrán). Pero no podía mirar atrás, no suplicaría más, ya se arrepentirían
cuando fuera demasiado tarde, les demostraría lo equivocados que andaban en sus
dudas y menosprecios, todavía no sabía cómo, pero lo haría.
Los dos
soldados que viajaban con Andrés bebían cerveza sin parar y hacían toscos
ademanes mientras charlaban de sus guardias y sus escaqueos. El viejo intentaba
meter baza mientras miraba de reojo el enorme trasero de la jovencita. Y ésta se
había sentado junto a él con la esperanza, sin duda, de entablar conversación,
por lo que podía deducir de sus muecas extrañas.
Viejo - No
se quejen, muchachos, tenían que haber conocido al sargento que estaba al mando
de mi compañía, bla, bla, bla, bla. Aunque, de todos modos, uno guarda siempre
buenos recuerdos de su estancia en el Ejército. ¿No es cierto, amigo?