Por otro
lado, sus amigos estaban demasiado ocupados convirtiéndose en muchachos de
provecho, cada uno a su manera. Le admiraban desde lejos, eso sí, de vez en
cuando le llamaban por teléfono para invitarle a una caña y contarle cómo le
envidiaban por no tener que dar un palo al agua. Aunque en los últimos tiempos
le habían perdido tanto el respeto -por culpa de su madre, que les llenaba la
cabeza de patrañas- que habían comenzado a soltarle consejitos entre
congratulaciones y palmaditas en la espalda, con un aire de conmiseración
ofensivo y deleznable.
Se estaba
quedando solo, sin pelas para ir al cine o comprar tabaco, sin ningún libro
nuevo que leer, sin nadie que atendiera a sus disquisiciones filosóficas sobre
la vida y la felicidad, en fin, no tenía sentido continuar con todo aquello.
Tenían la facultad de tergiversarlo todo, le acusaban de cobardía por
autoexcluirse de la mediocridad, les asustaba su incomprendida actitud porque
rechazaba pervertirse.
***
No fue un
acto repentino. No fue una opción tomada a la ligera. Prolongadas y terribles
horas de revolverse contra su propia incertidumbre, le abocaron hacia la
ineludible y en absoluto apetecida decisión. Así, pese a no ser proclive a
soluciones drásticas, una buena mañanita de marzo metió en una maleta unas
cuantas reliquias inservibles y, con una seguridad más aparente que real, agarró
la puerta y se largó con viento fresco, enfatizando su despedida con un solemne
portazo. Su madre gimoteaba en la cocina, sorbiéndose los mocos con la rodea de
secar los platos, maldiciendo su descendencia y todos los sacrificios que por
ella había hecho; aunque, según iba viéndole alejarse calle arriba, sintió que
un peso muy grande se le quitaba de encima.