Por lo menos debían de ser ya las cinco o las seis de la tarde. Se encontraba
molesto consigo mismo por no haber hecho más que buscar excusas a su timidez. El
día estaba irremediablemente perdido, así es que entró en una panadería y compró
el refrigerio que le tenía prometido a su estómago. Se sentó en un bordillo, iba
a hacerlo sobre el envoltorio del panecillo para no mancharse el pantalón, pero
pensó que sería mejor rellenarlo con su poderosa imaginación, los vaqueros
aguantarían una capa más. Desenvainó su querida estilográfica y escribió:
Ando y
ando huyendo de no sé dónde hacia no sé qué lugar. Sintiendo febril la necesidad
de parar en medio de la calle -de cualquier calle- y mirar furtivamente hacia
arriba -por ejemplo-. Comprobar si aún existe el color dorado en las nubes,
ahora que
seguramente el sol
se esté
ocultando en alguna
montaña,
en algún
horizonte
lejos de este mío
de prisas
y ladrillos.
El color
dorado en las nubes...
mirando de
puntillas
por entre
tejas de uralita
y antenas
de televisión...
Y algún
pájaro volando
-¿no hay
aún suficientes jaulas?-
algún
pájaro volando
y al fondo
los matices serenos
de un
cielo contándome
que hay
algo más que plástico,
algo más
que enanos como yo
enclaustrados
en cemento
(monjes de
miseria,
insatisfechos
basureros).
Quizás
la muerte no sea
la
extensión infinita que yo siento
y
estemos todavía a tiempo
de
dar un salto
-un
salto grande y audaz-
con
nuestras piernas paralíticas.
De
dar un salto...
... y escapar.