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¡Señor mío! ¡Con lo fácil que parecía la vida de los demás! Tal vez fuera su
gran sensibilidad la que lo hacía especialmente vulnerable. Para bracear en este
maremagnum había que ser un lince, un hábil, un pícaro. Y no un poeta sin
editor, o un pintor sin escuela, un alma de artista que no encontraba mecenas.
De pequeño, en el colegio, no es que fuera el primero de la clase, pero casi
todos los curas le tenían aprecio. Siempre estaba levantando la mano para hacer
preguntas que venían a cuento. En los exámenes, si alguna vez copiaba, lo hacía
con gran nobleza, con chuletas muy bien hechas y sin complicar a sus compañeros.
Servía para todo, estudiaba Solfeo en el Conservatorio, al que acudía una tarde
sí y otra no montado en sus patines, para ahorrar el dinero del autobús y poder
comprarse un pastelillo o un bollo. Formaba parte del equipo infantil de
balón-cesto, era un buen base, con intuición para organizar el juego y voluntad
de victoria aun recibiendo buenas palizas. Siempre estaba dispuesto a participar
en las funciones escolares, en lo que hiciera falta. No se retrasaba nunca con
sus láminas de dibujo, las cuales presentaba bien acabadas y limpias. Para hacer
novillos daba excusas verosímiles, sin abusar demasiado, para que no llegaran
malos informes a su casa. Mangaba chucherías en grandes almacenes, también con
buena maña. En fin, una joya de muchacho, el cual empezaba a descubrir que serlo
no iba a ayudarle a procurarse el condumio ni, lo que era más importante, a ser
digno del respeto y la consideración de sus semejantes. Se sentía estafado, como
si hubiera estado apostando a una ruleta sin números. Nada de lo que había sido
hasta ahora tenía sentido, ni conectaba con esta gran lucha callejera en la que
de pronto se encontraba débil y sin recursos.
Este
calabobos que no quería cesar estaba empapándolo hasta los huesos. Pero él no
era ningún bobo, aunque todos los que pasaban le miraran pareciendo dudarlo. O a
lo mejor no le miraba nadie y eran cosas suyas, vete a saber qué era peor. Ni
siquiera las canciones que con tanto esmero recopiló durante años interesaban ya
a auditorio alguno. ¿A quién narices podía importar que Allende hubiera caído
hace no sé cuántos años, o que Víctor Jara hubiera sido torturado, o que Violeta
Parra se hubiese suicidado, o que los cubanos siguieran sufriendo el asedio
imperialista, o que algún loco juglar siguiera pretendiendo que aún no éramos
libres? Ahora lo que partía era el pop y las engominadas crestas que los punkis
ingleses llevaban en sus cocorotas mientras votaban a la Thatcher. Imperdibles
de pega, tatuajes de pega, cueros de pega. Clavos y cadenas donde antes flores y
sándalos. Sadomasoquismo y perversiones varias donde antes -faire l'amour et non
la guerre". Al parecer había pasado demasiado tiempo guarecido en el dormitorio
de su pequeña casa de su pequeña provincia y el mundo había estado girando sin
contar con él. Habría que acoplarse de algún modo al ritmo desenfrenado de los
tiempos. Bajar, como Zaratustra, al descarrilado e ignorante rebaño de los
hombres y demostrarles un par de cosas. Adaptación es madre de sabiduría, pues
es la ley que la propia naturaleza impone a quienes desean testificar sus mareas
y tensiones, y sobrevivir.
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