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CAPÍTULO
PRIMERO
Seguiría
el plan escrupulosamente, sin escrúpulos. En el hogar familiar la situación
estaba llegando a un punto insostenible. Cuando abandonó su carrera en el último
año a falta de dos asignaturas, su padre pensó en tirarle a él con todas sus
mierdas por la ventana, su madre que se había vuelto loco, y sus hermanos que
tenía más cuento que Carracuca. Durante los siguientes cuatro años, la madre
encendió velas y elevó plegarias por mantener viva la esperanza de que su hijo
-con lo listo que él era, que siempre lo sabía todo- terminara la carrera y
pasara, cuando menos, a ser opositor. El padre, mientras tanto, no cejaba en su
empeño de agotar todos los favores que le debían para encontrar un trabajo al
vago de su hijo. Pero el niño se excusaba diciendo que no estaba capacitado para
tal puesto, que carecía de experiencia para tal otro, que se tenía que preparar
un poco más, que no quería dejar el nombre de su padre en mal lugar. Total, que
le fueron cayendo los veinticinco y los veintiséis en una disyuntiva
incomodísima: o se largaba con la música a otra parte, abandonando techo y
comida, a la aventura; o seguía tragando broncas entre plato y postre.
Procuraba
confinarse en su dormitorio el mayor tiempo posible, aunque su madre ejercía una
labor de boicoteadora incansable. Por la noche entraba cada dos por tres a
apagarle las luces. Le había incautado el equipo de música. Algunos libros
también habían desaparecido, no todos, porque la vieja apenas distinguía los que
eran de texto de los que no y tenía miedo de equivocarse. A la mañana, desde que
daban las nueve, ya estaba dando porrazos en la puerta y subiendo las persianas.
Le escondía las pastas para el desayuno y le largaba unas galletas de saldo,
medio rancias, arguyendo que a buen hambre no hay pan duro y que, tanto su padre
como ella, lo que querían era verle hecho un hombre que valiera por lo menos
para ganarse el sostén. Le habían tirado a la basura su camiseta favorita y sus
dos últimos lienzos, en los que experimentaba con pasta de dientes y pastel. Ya
no apreciaban esas habilidades que antes incentivaban con su orgullo y
beneplácito. Había verdadera urgencia en concederle la independencia.
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