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-Pero, ¡por favor! -dijo la señorita Javotte-. ¿Cómo voy a prestarle mi vestido a una miserable Culigrís? ¡Ni que estuviera loca!

Cenicienta esperaba esta negativa y se alegró de ella, porque se habría visto en un buen apuro si su hermana le hubiera prestado el vestido.

Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta también, pero aún mejor vestida que la primera vez. El hijo del rey estaba siempre junto a ella y no dejaba de decirle amabilidades; la joven no se aburría para nada y olvidó lo que su madrina le había recomendado, de manera que cuando oyó la primera campanada de las doce pensó que eran las once. Pero enseguida se levantó y desapareció tan rápidamente como lo habría hecho una gacela.

El príncipe la siguió, pero no la alcanzó; sólo pudo recoger cuidadosamente uno de sus zapatos de cristal que se le había caldo en la huida. Cenicienta llegó a su casa muy sofocada, sin carroza, sin lacayos y con sus pobres vestidos. nada le habla quedado de toda su magnificencia, salvo uno de sus zapatos, el que formaba par con el que habla perdido. En el palacio preguntaron a los guardias de la puerta si no hablan insto salir a una princesa, pero ellos solo habían visto salir a una joven muy mal vestida, que más parecía una campesina que una señorita.

Cuando sus hermanas volvieron del baile, Cenicienta les preguntó si se habían divertido tanto como la víspera y si la bella dama habla estado allí. Ellas le dijeron que sí, pero que había huido cuando sonó la medianoche, y lo había hecho tan velozmente que había dejado caer uno de sus zapatitos de cristal, el más lindo del mundo; que el hijo del rey lo había recogido, que durante el resto del baile no había hecho otra cosa que mirarlo y que seguramente estaba muy enamorado de la bella persona a quien pertenecía.

 
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