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Esto era, poco más o menos, todo lo que quedaba en pie del antiguo castillo. Exceptuando una especie de pabellón socavado, donde dormía el hijo de Magdalena, las demás partes del palacio habían ido rodando a la falda de la roca y cubrían el suelo en torno del patio de honor, que se había convertido en huerta. Un sendero se deslizaba, a través de los escombros, y, pasando por encima de las ruinas de la poterna, bajaba serpenteando hasta la aldea. Unicamente por este sendero se podía subir al castillo; sólo él unía a los tiempos presentes aquellas reliquias venerables de los siglos pasados. Whilelmina y su criada, se hallaban en aquel momento en lo alto del torreón, cuya plataforma servía de paseo y de gabinete de trabajo an el verano.

La señora Magdalena Reutner, sentada en un banquillo, se hallaba recostada en una almena que, la protegía contra el viento, siempre bastante fuerte a aquella altura: tenía, unos sesenta años; su ademán era grave, sereno y de una inmovilidad algún tanto afectada. Llevaba el traje de las aldeanas ricas: basquiña corta de anchos pliegues, justillo abrochado sobre el pecho, y en la cabeza una ancha papalina de forma extraordinaria; a la sazón estaba haciendo medias de lana para su hijo.

En el modo lento y acompasado con que la buena anciana echaba los puntos de su media, al verla con su ovillo de lana en el bolsillo y una de sus agujas en la cabeza, se concibe al instante uno de esos tipos femeninos pesados de inteligencia, y de ademanes, que tanto abundan en Alemania. Con el cuerpo derecho y la cabeza alta, hacía media como hace el ejercicio el soldado, sin perder el equilibrio de sus hombros; fría y taciturna, todo en ella, anunciaba la obediencia pasiva, el respeto profundo y maquinal por aquello que había aprendido a respetar desde su infancia.

Unicamente se animaba, un poco cuando se trataba del esplendor pasado de los Steinberg y de las antiguas tradiciones relativas al castillo. En cuanto a esto Magdalena poseía riquezas inagotables; a la menor insinuación adquiría una soltura de lengua prodigiosa, y su voz, su ademán y su mirada, tomaban una expresión verdaderamente elocuente. Fuera de estos casos, simpre se hallaba sumergida en su pensativa y solemne tristeza.

 
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El nido de cigüeñas de Elie Berthet   El nido de cigüeñas
de Elie Berthet

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