El precio de la única pipa, de que
se componía la cosecha anual bastaba para las necesidades de los habitantes del palacio: ¡tan poco era lo que gastaban! Un modesto jardín, que el hijo de la criada había formado en el antiguo patio de honor del castillo, producía frutas y algunas legumbres para el consumo de la reducida colonia; y, por último, el Barón, a pesar de su conducta, que suponían ser algo desordenada, solía enviar de cuando en cuando algunas cortas cantidades a su hermana.
¿Cómo podía ceder de
su corto sueldo ese dinero? Esto es lo que dificilmente se explicaba porque el Barón no pasaba por económico; pero Whilelmina y la señora Reutner tenían muy pocas ideas prácticas sobre la vida de un oficial para que les sorprendiera esta circunstancia. Enrique era buenamente a sus ojos un hermano generoso que se contentaba con lo estrictamente necesario a trueque de sostener el rango de su casa.
A pesar de esta miserable situación á que se hallaban reducidos los descendientes de los Barones de Steinberg, los habitantes de las cercanías estaban muy distantes de manifestar en su presencia, menosprecio ni satisfacción menguada. En esa antigua, y feudal Alemania, el campesino, apenas emancipado de la servidumbre, no ha aprendido aún a tirar piedras a la grandeza en desgracia.
Cuando Whilelmina bajaba los domingos a una aldeíta de pescadores, situada al pie de una roca para oír misa; cuando la veían con su sencillo vestido de lana, su sombrero de paja, en la cabeza, y su libro de misa en la mano, acompañada únicamente de su vieja Magdalena, era acogida por todas partes con un respeto casi religioso.
Para los pacíficos habitantes de la aldea, Whilelmina personificaba la poesía, del pasado, era hija de aquellos feroces guerreros cuyas hazañas, violencias e historias lúgubres, representaban hacía siglos, las tradiciones de la comarca.
Por otra parte, ¡era Whilelmina tan
graciosa y tan bella! A falta de otra superioridad habría podido disputar la de la hermosura. Por esto aquellos aldeanos, que tan oprimidos habían sido por sus antepasados, consideraban a la señorita de Steinberg como un visible representante de la Divinidad sobre la tierra; y en cuanto a su hermano, no se hablaba de él más que temblando, como si aún conservase el poder de desencadenar sobre el país las plagas qué lo desolaran en tiempo de los difuntos Barones.
Pero ya hemos dicho lo bastante para hacer comprender al lector los sucesos que vamos a desarrollar ante sus ojos; así, sin añadir aquí detalles que se presentarán naturalmente en el curso de la narración, vamos a transportarnos desde luego al castillo de Stemberg, sobre la plataforma del viejo torreón, en medio de una triste tarde del mes de abril.
Este torreón se elevaba, como hemos
dicho, sobre el punto más culminante de la roca y dominaba todo el país. Era de forma cuadrada, sin adornos ni ventanas, porque, no pueden considerarse como tales las estrechas aspilleras que entreabrían su negra superficie, ni tampoco pueden llamarse adornos sus chapiteles y almenas quebradas. Adherida al torreón principal había una torrecilla, redonda, más saliente y ligera, que presentaba su cabeza, en forma de salero, un poco más abajo de la plataforma.