Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
La fiesta religiosa había
traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se
había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las
luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo
habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del
último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan
pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante
mientras dominaba su emoción, se adelanto; un hombre que vino
deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero . Allí
la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado
entre los dos amantes para que arrestara, al fin, a poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.