II
El la encontró un día llorando, y le preguntó:
-¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro entonces, acercándose a
María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a decirle:
-¿Por qué lloras? ?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol transponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó:
- No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes:
pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.