Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
- La del Sagrario - murmuró María.
-¡La del Sagrario! - repitió el joven con acento de terror- ¡la del Sagrario de la Catedral!. . . Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.
-¡Ah! ¿Por qué no la
posee otra Virgen? - prosiguió con acento enérgico y apasionado -, ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo. . . , yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
-¡Nunca! - murmuró María con voz casi imperceptible -¡nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.