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La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:

- Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.

Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza, y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen, no: se fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención. . . No te rías. . .aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo. . . Yo aparté la vista y torné a rezar. . . ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo v su increíble inquietud. . .

Salí del templo, vine a casa; pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude. . . Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento. . . Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aun en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. ¿la ves? - parecía decirme mostrándome la joya -. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca. . . Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador. . . , nunca. . . , nunca. . . - Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiente, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás. . . ¿Y qué?. . . Callas, callas y doblas la frente. . . ¿no te hace reír mi locura?

 
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La ajorca de oro de Gustavo Adolfo Bécquer   La ajorca de oro
de Gustavo Adolfo Bécquer

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