Siguiendo los canales boyados del gran estuario del Río de la
Plata, el Bretaña, guiado por un remolcador, fue entrando lentamente a la rada
portuaria de la ciudad de Buenos Aires.
Una pesada niebla matinal, impedía ver la salida del sol, que al principio se
mostró como un disco rojizo y muy lentamente fue derivando a un amarillo cada
vez más claro y brillante; sobre la borda, varios marineros observaban las
maniobras, entre ellos, los novatos Herbert y Harry.
Siempre era un interesante espectáculo, la llegada a un gran
puerto como éste; con más de veinticinco kilómetros de muelles.
A pesar de lo temprano de la hora, la actividad del día, ya
estaba cobrando su habitual movimiento; las sirenas de los barcos, los pitos de
los remolcadores a los que se sumaban las sirenas de cercanas instalaciones
industriales, motores de camiones, ruidos de carros sobre los adoquines que
cubrían todas las calles del puerto y sus adyacencias.
Todos estos sonidos, caracterizaban la pujanza e intensa actividad de una
ciudad donde el trabajo y el progreso iban de la mano.