-Si señor, -respondió Harry- quien aprovechando el diálogo,
preguntó a su vez.
No conozco la ciudad. ¿Usted podría sugerirme algún hospedaje?.
El hombre lo miró y dijo: -Yo tampoco soy de aquí, pero donde estoy alojado, es
muy limpio y económico, si quieres puedes acompañarme, creo que allí encontrarás
alojamiento.
Esa primavera, no solo era lluviosa en las islas Británicas,
ahí era lo habitual, también llovía sobre los Países Bajos y el norte de
Alemania.
En Hamburgo, Herbert miraba la lluvia a través de la ventana,
estaba invadido por una aguda etapa de depresión anímica; varios factores
concatenados habían incidido en su estado anímico; todo empezó cuando durante
las cortas vacaciones navideñas, él se dirigió a la casa de la familia Lainstein
en busca de Esther, su compañera de la infancia y que él consideraba su novia,
desde que ella cumpliera doce años. Cuando ambos habían llegado a una edad en
que podían desenvolverse solos por la calles, acostumbraron a hacer juntos el
trayecto a la escuela; él pasaba a buscarla todas las mañanas y la acompañaba al
regreso, hoy ya no podía.
Él ya cursaba los estudios en la escuela superior, su padre le
había conseguido un trabajo en unos talleres navales donde un amigo era jefe de
personal, su horario no era incompatible con el del colegio superior donde se
había anotado para obtener el título de ingeniero naval. Como era lógico los
mejores institutos para los estudios sobre temas navales, estaban en Hamburgo,
la ciudad con el más grande puerto de Alemania. Ciudad, donde el cincuenta
porciento de sus habitantes se dedicaba al comercio y el otro cincuenta por
ciento, no podía hacer menos que dedicarse a actividades relacionadas con el
mar.
Su padre acababa de retirarse de la marina mercante y un tío de Herbert,
hermanos menor de su padre, ya era alférez en la marina de guerra; la hermana
mayor de Herbert, trabajaba en las oficinas de la administración de puertos. Por
su lado, el señor Josef Lainstein, padre de Esther tenía un negocio de
abastecedor de barcos.
En aquella tarde de Diciembre, durante un buen rato golpeó la
puerta de la casa de su novia, le extrañó que nadie atendiera, luego, indeciso
optó por llamar en la puerta de la señora Rudge, vecina de los Lainstein.
−Hola Herbert, pasa, tengo algo para ti, -dijo la mujer, antes
de que éste pueda preguntar nada y tomando un sobre, que estaba en una mesita,
se lo entregó.
El leyó el sobre ya en sus manos y mirando nuevamente a la
vecina, -preguntó. -¿Se fueron de vacaciones? Ella lo observó seria y luego de
unos segundos le respondió.
-Esthercita no tuvo tiempo de avisarte y me pidió que cuando tú
vinieras te diera este sobre, -y continuó- hace dos días, se fueron todos; no sé
adonde han ido, pero creo que salieron para un viaje largo, llevaban muchas
valijas.
Herbert, entrecortado y sin saber que decir, solo atinó a
agradecer a la señora Rudge, su amabilidad y se despidió.
Caminó hasta la esquina y se detuvo a leer la carta de Esther,
al abrir el sobre sus manos le temblaban; la carta comenzaba diciendo: