En una casa situada en las afueras de Montevideo, a altas horas de una noche
de verano que lucía algunas estrellas, y cuyo aire tibio formaba nebulosas con
los vapores flotantes de la niebla alrededor de los reverberos, cruzaban por el
patio varias sombras calladas e inquietas, personas que andaban sobre la punta
de los pies comprimiendo sus alientos y evitando el más leve rumor. Algo grave
ocurría. En ese hogar frío, en efecto, una mujer moribunda luchaba aún por
conservarse al cariño de los suyos, asida a los últimos hilos de la vida, como
quien puede estarlo a las ramas delgadas y flexibles de un arbusto espinoso, que
crujen y se doblan por instantes, a medida que el cuerpo sin fuerzas y aterido
gravita más hacia el abismo. Todo respiraba esa soledad abrumante que invade de
súbito el ánimo, y que precede al vacío que deja un dolor severo. En el campo,
en las arboledas, en las granjas vecinas no se percibía ruido alguno: tan sólo
en la carretera que se extendía delante, las ruedas de algún carro que pasaba, a
intervalos, lentamente, interrumpían la quietud de aquellas horas. La casa
solitaria parecía una tumba. Pero el espíritu estaba lleno de zozobra y agitado
allí dentro, en presencia de un cuadro que se renueva todos los días, y cuya
impresión sin embargo no se borra nunca. ¡Tan difícil es acostumbrarse a la idea
de que una vez ha de convertirse nuestro cuerpo en polvo, y de que hay un sueño
sin ensueños, bajo el dosel de una noche eterna!
El médico había mirado a la enferma, la última vez, desde lejos, con
expresión indefinible y actitud helada; esa expresión que indica el deseo de no
asistir al último suspiro que la ciencia no ha podido retardar, y esa actitud
que denuncia la impaciencia de abandonar un sitio en donde, al olor de la droga
del récipe, va a seguirse el más especial aún, de un cadáver. Después había
dicho, al retirarse: