En la noche de que hablamos, si él hubiera retrasado pocos minutos su pasaje
por el sitio en que ella habitaba, la habría visto salir a la calle en medio de
la mayor desolación, y correr, hasta perderse en las sombras, arrastrada por una
fuerza superior al miedo y al escrúpulo, en busca quizás de un auxilio que
consuela siempre a la inocencia, aunque junto a él camine y con él penetre
sonriendo irónico en la estancia triste, el ángel del sepulcro.
Debían encontrarse, sin embargo.
Hemos dicho que el joven había resuelto su regreso por la vía solitaria, como
andaba aprisa, pronto se puso en ella.
A sus espaldas, las luces de la ciudad dormida formaban en la atmósfera una
nube rojiza al irradiar en el impalpable tul de la neblina, que contrastaba con
las purísimas líneas de la parte de cielo despejado, hacia el levante, parecidas
a pintorescas fajas de un chal de bayadera; y a otro rumbo, tinieblas salpicadas
con las últimas estrellas pálidas y temblorosas, cual esas esperanzas que
titilan en ciertas horas en la penumbra de la duda.
Una vez en aquella calle, oyó de pronto algunas voces de alguien que se
quejaba.
Creyó haber escuchado mal y se detuvo.
Los lamentos se repitieron de una manera distinta, y entonces pudo percibir
en la vereda opuesta una pequeña sombra, proyectada contra el muro de una casa
silenciosa.
No le quedó ya duda de que alguno lloraba allí. Los que sienten el vacío de
algo irreparable y se encuentran así al azar, simpatizan sin esfuerzo y danse la
mano con cariño. En este encuentro, por atracción instintiva, suele haber un
consuelo. El infortunio vincula y a veces forma hermanos.