El joven saludó en silencio a la huérfana, deteniendo en su rostro una mirada
dulce y compasiva. Ella entrose mirando hacia atrás con un gesto inexplicable, y
los ojos puestos en el joven. Éste se detuvo un instante, hasta ver desaparecer
a la pobre rubita en el interior de aquella morada, como la suya, perturbada y
triste.
Cuando siguió su camino iba absorto y pensativo. De esa cavilación viose
pronto libre, al pasar por delante de una ventana, por cuyos intersticios salía
un ligero resplandor. Sintió que la niña lloraba. Apresuró entonces con
violencia el paso, como si hubiese oído allá a lo lejos una voz que le
llamaba... y se despedía.
Entró bien pronto en el camino de las quintas.
Espléndidas coronas de azul y escarlata habían reemplazado al blanco y tenue
rosa del alba; la niebla en descenso se desgarraba en anchos jirones rozando el
suelo en caprichosas volutas, y las gotas depositadas en las hojas caían para
desvanecerse en el manto de esmeralda de los prados. Rumores, estridulaciones,
concentos, gorjeos, susurros, armonías semejantes a risas infantiles, luz y
calor, vida y movimiento, exuberancia de savia estival, lozanía y brillo de
juventud, riqueza de colores y de frutos, músicas y aromas agrestes confundidas:
¡qué hermosa se presentaba la naturaleza en aquella magnífica mañana!...