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-Pronto será de día, y podrás conseguir que vaya, no éste, a cuya puerta has llamado en vano, sino otro más noble y bueno. ¿Dónde vives?

-Usted sabe... ¡Allá!

Y extendió su mano hacia el rumbo que llevaba el joven, dejándola caer con desaliento.

-¡Ah, sí! Recuerdo. Ven.

La niña echó a andar a su lado.

Caminaban en silencio.

De vez en cuando ella se detenía, a pretexto de molestarle alguno de los lindos zapatitos que resguardaban sus pequeños pies, pero en realidad para volver su rostro compungido y observar si la puerta se había abierto. No podía persuadirse de tan cruel impiedad.

Seguía después su marcha, alzando los ojos a su misterioso acompañante, con aire de angustia resignada.

-¿Tienes padre? -preguntó éste.

-Murió en la guerra, hace meses -respondió con melancólica seriedad-. Iba solo y fue al pasar un río.

El joven sintió una conmoción extraña.

-Y ¿cómo sabes tú eso?

-Le hizo recoger herido una buena señora que se hallaba en su estancia y que vio el hecho desde el balcón. Ella nos lo contó todo, después...

-Démonos prisa en llegar -repuso el joven, dominado por una emoción fuerte y penosa, que pareció agravar el estado de su ánimo.

A los pocos momentos, la niña se detuvo a la entrada de uno de los elegantes edificios a que hemos hecho referencia. En ese instante, una de las sirvientas, que salía sin duda en su busca, lanzó al verla una exclamación de contento.

-Aquí es -dijo la niña temblando.

La puerta estaba entreabierta. En el fondo de un zaguán de paredes estucadas, percibíase una claridad viva de gas, que alumbraba dos o tres cabezas afligidas.

 
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