En letras negras, sobre chapas de bronce clavadas en la madera, se podía leer
un nombre y un título.
Veíase luz en el consultorio, a través de las rendijas de la ventana. El
médico había vuelto de un sarao hacía pocos instantes.
La niña observaba al compañero que le deparaba la suerte, con honda ansiedad.
Lanzó de pronto un suspiro, mirando al cielo, y murmuró entre un sollozo:
-¡Se hace tarde...! ¿Quiere usted llamar a esa puerta?
Llamó él en el acto, pero nadie acudió.
La infeliz cogió su mano, agitada y nerviosa, agregando con hondo desaliento:
-Otra vez... A usted tendrán que abrirle.
El joven, callado y adusto, insistió de un modo recio; la puerta permaneció
cerrada. En cambio abriose la ventana del consultorio y un hombre apoyó la
cabeza en la reja, para examinar atentamente el grupo, tanto como podía
permitírselo la semioscuridad del sitio. El joven cambió con él un diálogo
rápido y animado. El médico inquiría hechos y causas, de mal talante.
A breve momento, y cuando la niña con las manos juntas, triste y suplicante,
asomaba su pálido rostro al rayo de luz, como una tierna imagen de desolación,
aquel hombre se negó en términos rudos a socorrer en esa hora la desgracia,
cerrando tras de sí la ventana con violencia.
El joven, indignado, reprimió un movimiento de cólera, volviendo a fijar una
mirada atenta en las chapas de bronce. Parecía que quería grabar bien en la
memoria el nombre allí escrito.
-Es preciso que te vuelvas -dijo luego con calma-. La buena madre querrá que
su ángel esté a su lado...
-¿Sin el médico? -prorrumpió la pobre criatura aterrada.