Al aproximarse, se halló delante de una niña acongojada y llorosa, a quien no
impuso el fantasma negro. La luz del farol dio de lleno en el rostro del joven,
y en el de ella, que se había vuelto con presteza al ruido de sus pasos.
La niña llevaba luto. Un gran crespón negro cubría su cabeza y algunas
guedejas color de oro de su cabello asomaban por las sienes. Tenía el rostro muy
bello, aunque cubierto de esa blanca palidez que los organismos delicados
conservan desde el albor de la vida.
¿Qué hacían allí aquellas tristes auroras?
Así que el desconocido se acercó, cesó ella de sollozar, clavando en él, sin
moverse, sus ojos grandes y oscuros, que enjugaba a veces con el extremo del
pañuelo que le servía de cofia.
Ambos parecieron reconocerse.
-¿Por qué llorabas? -preguntó aquél.
Ella ocultó el semblante entre sus manos delgadas y nerviosas, balbuceando
algo incomprensible.
El joven cogió su cabeza entonces con dulzura, y la apoyó en el pecho, sin
que la niña opusiera resistencia; pero bien pronto ésta la echó hacia atrás,
apartándose suavemente, y dejando ver su semblante inundado por las lágrimas.
-Mi madre está muy mala -dijo.
-¡Ah! Y ¿qué deseas?
-Busco al médico... He llamado a esta puerta mucho tiempo y nadie responde.
¿Es que no vive ahí el médico, señor? ¡Ya estoy cansada de llamar!
Había en su voz toda la confianza ingenua del que espera y reposa en la
bondad extraña.
Penetrose el joven de aquella grande aflicción a que su espíritu no era
ajeno, pues que se encontraba, por una triste coincidencia, en estado de medir
su profunda intensidad.
Era aquélla, en efecto, la casa de un médico.