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Y luego continuaban los silencios y los ruídos, las luces y las sombras, las caras y las esfinges, aterrorizando la imaginación y girando lastimeramente en torno del niño enfermo.

¡Pobre Tini! Entre un letargo y otro letargo él veía cambiarse los personajes de la escena: unos entraban, otros salían, algunos permanecían estáticos y serios como senadores petrificados, o bailaban contradanzas haciendo figuras al compás de una música que no se oía.

Los ruidos de las calles comenzaban luego a amontonarse en la atmósfera y penetraban poco a poco hasta la cama de Tini, solitarios primero, juntos y en tropel después, hasta que su número y su mezcla producía un rumor uniforme, monótono, sin articulación ni timbre.

El farol del patio, que había mirado con su ojo amarillo durante toda la noche a través de las persianas el doliente cuadro, urgido por la economía doméstica y la competencia insostenible de la luz solar, se vio obligado a dejar de pestañear con su gas a medio foco, y sus fajas penumbradas, que desde las paredes del cuarto acompañaban a los veladores, se borraron de golpe, dejando en ellos la tristeza de una innovación.

Y a la plácida aurora, y al sol naciente y a los nublados de la tarde, sucedían el crepúsculo, la oscuridad de la noche, la semiluz de las estrellas o la serena reflexión de la luna que con su cara bruñida se levantaba lentamente hacia los cielos.

Las horas pasaban unas tras otras, con su número de orden a la espalda, en series por docenas, marcadas como camisas de gente metódica y llevándose al infinito las desgracias que sucedieron en ellas, sin dar vuelta jamás la cara, rara mirar la mísera tarea de sus compañeras; las horas pasaban prendidas las unas a los faldones de las otras, con su paso uniforme, como soldados de teatro, sin pararse ni acabarse jamás.

La número seis o siete de la segunda serie, que había visto esconderse el sol tras de edificios, con su cara roja como la de un enfermo de escarlatina, entraba en el cuarto de Tina envuelta en el crepúsculo, a pedir que encendieran las luces y pusieran un punto brillante en el vaso de aceite, donde iba a navegar toda la noche un disco de porcelana con una mecha microscópica.

Los ojos de Tina, medio empañados ya, velan los círculos difusos de aquella luz clandestina que alargaba y acortaba sus rayos, en un eterno juego sin consecuencia y sin destino.

Los ruidos de la calle se hacían cada vez más raros y se presentaban más separados. La voz de los vendedores se alejaba; el fragor de los vehículos disminuía y sólo de tiempo en tiempo, un coche apurado atronaba de los aires raspando el pavimento.

Ruidos, luces, olores, todo llegaba a Tina como si viniera de otro mundo, y su cabeza desvanecida poblaba fantasías increíbles ese cosmos de sensaciones.

Los médicos entraban, observaban, conversaban, ordenaban y salían silenciosos.

Sólo uno, el de la casa, se quedaba más tiempo junto a la cama de Tina. Su jovialidad había desaparecido, su ciencia había medido el abismo y su corazón de hombre se impresionaba ante aquella desolación inevitable.

-¡Doctor, mi hijo se muere! - le decía la madre de Tini -. "Se muere", repercutía como un eco en el pecho del médico, pero sus labios no proferían una palabra.

Tini ya no conocía, su cerebro preparaba voluptuosidades de otro mundo; sus rulos continuaban esparcidos sobre la almohada y sólo la cánula, sujeta a su garganta, daba indicios de vida, roncando flemas y sosteniendo artificialmente una existencia que se extinguía.

Por fin sus manos comenzaron a enfriarse; pequeñas esferitas de sudor helado brotaron en su rostro pálido, un movimiento convulsivo pareció iniciarse; hubo un momento de quietud extrema... Tini hizo un esfuerzo supremo para incorporarse: no pudo. Abrió sus grandes ojos, miró fijamente la luz de la lámpara, estiró los brazos hacia su mamá y los dejó caer de nuevo; la cánula dió su último ronquido y...

¡Las horas continuaron pasando con su número de orden, marcadas como camisas de gente metódica!...

¡Es una felicidad morirse en la estación de las flores! El cajón de Tini iba literalmente cubierto de ellas y la mano callosa del sepulturero, deshizo más de una corona al tratar de llenar su función municipal.

Y qué bueno es vivir en un pueblo donde hay carruajes de todas clases y de todos precios; empresarios de diligencias, de ómnibus y de coches fúnebres; de coches fúnebres, sobre todo: para casados, para solteros, para viejos y para niños!

¡Que gran ventaja poder llevar un buen acompañamiento y que hasta los caballos y los vehículos se vistan de luto o se adornen con penachos blancos! ¡Cómo retrata esto los sentimientos humanos! ¡Un llamador con tules negros, un cuadro de Mefistófeles cubierto de merino, una vela de estearina con corbata oscura, y hasta las teteras con capuchón de duelo, con la expresión más seria del pesar por la pérdida de un deudo!

Las teteras principalmente, iqué té tan amargo hacen cuando están de luto! Y si ustedes vieran con qué desgano comen su limosna de pasto averiado los caballos de las cocherías cuando vuelven del cementerio, comprenderían la aflicción que los oprime y se explicarían el aspecto dolorido que ofrecen cuando cojean su trote de alquiler, balanceando sus penachos por las calles y caminando sin ojos delante de un catafalco con ruedas.

Y los cocheros sentimentales de los acompañamientos, que han aprendido a afligirse por el fallecimiento de todos los desconocidos, o por la tarea monótona de transportarlos por el mismo camino y con el mismo paso, ¡qué pesar insólito manifiestan en sus sombreros abollados y sus guantes de algodón, mientras metodizan su marcha, gestionando la última cuenta de su patrón, tras del deudor que llevan a enterrar, junto con las coronas de siemprevivas marcadas con una calumnia de terciopelo negro que dice:

"¡¡Eterno recuerdo!"

Tini, ¿dónde estás? Cuando corre una estrella por los cielos y cae para hundirse en los mares, ¿tú viajas en ella? Cuando las hojas de los árboles de tu casa hablan en voz baja con el viento, ¿dicen algo de ti? Cuando mi corazón se oprime al ver un niño rubio como tú, ¿es tu mano pequeña la que me lo aprieta desde el otro mundo? Cuando se evaporan las lágrimas que tu muerte ha hecho derramar sobre la tierra, ¿el pesar que disuelven llega hasta ti? ¿Dónde estás, dime? ¿Habré de morirme para verte?

¡Pobre Tini! Las flores de su cajón se han secado hace tiempo, las letras de su nombre se han carcomido, todo está viejo a su lado, pero el sepulcro que tiene en el seno materno se conserva nuevo y perfumado.

Su pelo está en muchos relicarios, su ropa está guardada cuidadosamente y uno de sus botincitos extraviado que ha sido descubierto en una cómoda antigua, un año después de no haber ya tal Tini sobre la tierra, ha producido una escena conmovedora y dolorosa; la imaginación de la madre lo ha llenado con el pie de Tini, y la niñera asegura que, al ver esa reliquia, ha visto al mismo Tini con el botín amoldado, duro y torcido, mostrando su dedo rosado por el agujero de la punta.

Sus juguetes yacen escondidos; el polichinela se ha quedado en el fondo de un mueble con los brazos tiesos y los platillos levantados; el tambor y los soldados están rotos ¡y ya ningún niño jugará con ellos!

 

 
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