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-iMamá! - decía, estirando sus bracitos redondos -, no me duele nada, no llores. Pero su inquietud mostraba su mal y su respiración parecía un suspiro continuado. La madre se ahogaba, los sirvientes lloraban, el luto y la tristeza se esparcía por toda la casa.

Al otro día un pequeño alivio se inició.

Tini pidió sus juguetes predilectos: su tambor, su corderito, su polichinela y sus soldados. Pronto se cansó de acariciarlos, sin embargo, y los empujó al borde de la cama, como si le incomodaran: sólo el polichinela, con sus platillos levantados, obtuvo el privilegio de acostarse a su lado.

Más tarde la respiración se hizo anhelosa, volvió la inquietud; hubo varios accesos ligeros de sofocación; el llanto apareció de nuevo en todos los ojos, varios médicos examinaron a Tini y él soportó con mansedumbre angelical aquellas molestas investigaciones. Después, como quien pensara que todo era inútil, al ver acercarse a los médicos armados de cuchara, instrumento al cual ya miraba con horror, se daba vuelta desesperado y gritaba con voz ronca y lastimera: "¡ Basta, mamá!"

El corazón de la madre se desgarraba, sus lágrimas corrían a torrentes y con su mano temblorosa apartaba la del médico que iba a martirizar a su hijo.

Nunca mayor dolor penetró en pecho humano, jamás zozobra igual desgarró más cruelmente las entrañas de mujer alguna.

Se habló de peligro inminente, de remedios heroicos y de operación; pero la confianza, esa tabla de salvación de todos los infortunados de la tierra, había desaparecido de todos los pechos.

Las conversaciones se pararon, las comunicaciones intelectuales no tuvieron ya más expresión que la mirada, y los ojos investigadores no hacían más que preguntas sin esperanza, ni obtenían más que respuestas dolorosas.

A la noche siguiente, la operación fue decidida.

El cuerpo de la madre, desarticulado y desecho, fue arrancado de la habitación donde Tini tramitaba sus momentos de vida.

-¡Pobre Tini!

Con sus ojos abiertos desmesuradamente y su rostro asombrado, fue colocado sobre una mesa con la cabeza echada hacia atrás y el cuello tendido.

El doctor, sin mirar la cara de su tierno mártir, pues no habría podido mirarla sin vacilar, hizo rápidamente una herida en el sitio elegido...; se oyó un estertor de agonía... -¡Muerto! - gritaron los asistentes... La sangre corrió mansamente por los lados del cuello del niño...; los médicos, silenciosos, no se inquietaron; en la herida se colocó una cánula por la que se proyectó con violencia un montón de sangre y de espuma. Tini, desesperado, se sentó llevándose las manos al cuello: ¡quiso gritar y no pudo! ¡no tenía voz! Su mirada fue, sin embargo, más inteligente, respiró mejor y su débil cuerpecito se extendió de nuevo sobre su lecho de tortura.

Si hubiera palabras en algún idioma para describir el momento en que la madre de Tini volvió a ver a su hijo operado, yo intentaría bosquejar la escena, medir la duración de los abrazos infinitos, contar las caricias imprudentes, desesperadas y dementes, numerar los besos, recoger los suspiros y mostrar la tensión del llanto sujeto tras de los párpados por la intensidad de sentimientos contradictorios.

Pero no hay tales palabras. La naturaleza ha puesto la expresión de los inmensos dolores fuera del alcance del lenguaje articulado, entregándosela a la música y a la pintura. Para sentir no basta entender, es necesario oír y ver.

El padre de Tini se paseaba en las habitaciones sin preguntar, sin hablar, sin escuchar, consumiéndose en el incendio de su tormento interno.

Cuando se organizó la asistencia consiguiente a la operación; cuando los médicos se retiraron; cuando la casa volvió a su monotonía de dolores, las horas continuaron pasando, marcadas por la indiferencia de los relojes y los conflictos de las curaciones.

El sueño había huido de todos los cerebros; los practicantes que cuidaban al niño, caminaban cautelosamente por la pieza: ¡el menor ruido era una sorpresa! ¡la menor palabra un sobresalto!

La niñera de Tini, sentada a los pies de la cama, ocultaba su rostro entre sus manos y escondía su dolor anónimo y menospreciado como todo pesar de sirviente. ¡Su Tiní, su adorado Tini, no la hablaba, no la veía, no le estiraba los brazos como lo hacía siempre!

El día pasaba silencioso y la noche tristísima. La cabeza de Tini esparcía sus rulos de oro sobre la almohada mojada, y su pobre cerebro, envenenado por la enfermedad, comenzaba ya a enloquecerse y a mostrar a su conciencia desorientada, las fantasías del otro mundo con los detalles de éste ¡mezclados, tergiversados, increíbles!

Cuando la aurora apuntaba, su luz indecisa, gris primero, blanca después, pasaba por los postigos entreabiertos y, advirtiendo a la lámpara que su tarea penosa de alumbrar durante la noche había concluido, iba a herir la pupila del niño con sus caricias cristalinas y sus besos transparentes.

Hacía frío en la alcoba; la luz del día traía horripilaciones del horizonte, y sus rayos bañados en las aguas de los mares, helaban con su lujo de vida los corazones de cuantos presenciaban aquellos preparativos de tragedia, tras de una noche de desvelo.

¡Qué días y qué noches tan tristes se pasaba en el lúgubre aposento! ¡qué horas tan largas y tan desiertas! El silencio parecía el acompañamiento solemne del pesar que extendía sus alas sombrías, y los ruidos inciertos, uno que otro crujido de muebles, alguna ligera oscilación de las puertas sobre sus goznes, el estallido de una burbuja de aceite en la pequeña lámpara o el choque repentino de algún insecto atolondrado contra las paredes, eran interrupciones sin cadencia que tomaban las proporciones atronadoras de una explosión en las soledades de aquel mar de aflicciones.

Los espejos parecían meditar melancólicamente sobre las imágenes deslustradas que reflejaban; los armarios entreabiertos, dejaban ver en su fondo semioscuro, las ropas ajusticiadas, cuyos cadáveres colgaban de las perchas; las cortinas diseñaban en los muros figuras fantásticas, y las molduras y los adornos proyectaban sombras de caras grotescas o de esfinges extrañas, sobre las cuales se fijaba con tenacidad la imaginación apesadumbrada de las personas que hacían su guardia a la cabecera de Tini.

Una mosca grande, impertinente, exótica, desafiaba a veces las persecuciones más bien combinadas de los asistentes, y con una insistencia digna de mejor propósito, daba vuelta zumbando alrededor de todas las cabezas, inquietándolas con su aleteo sonoro y musical; de repente se paraba, luego comenzaba de nuevo su prolija paratarea; se alejaba, volvía, se asentaba en un objeto, se levantaba y repetía su paseo circular modulando sus óperas abstrusas, hasta que tomaba rumbo hacia una puerta y se escapaba satisfecha, como si acabara de encantar a su auditorio.

La atmósfera del aposento quedaba cargada con el bordoneo del insecto y parecía mantener en conserva algún mensaje lamentable, dicho por una comadre mal intencionada.

 
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