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Allí fue ella. La muñequita, incómoda, le agarró un bocado feroz. Su majestad creyó que era algún bicho y salió corriendo y gritando, porque le dolía lo que no es decible. Vinieron todos los cirujanos de cámara, y no pudieron conseguir que la muñequita soltase su presa. El rey ponía el grito en el cielo, y a cada momento se sentía peor. La reina madre estaba tan desconsolada, que se la podía ahogar con un cabello. Todos empezaron a temer por la vida del rey.

Entonces no hubo más remedio que publicar un bando en el cual se decía que se darían los premios más exorbitantes al hombre que curase al rey, y que éste, arrepentido ya de su mala vida, quería casarse, si Dios le sacaba con bien de aquella enfermedad, y prometía su mano de esposo, no morganática-mente, sino con todas las prerrogativas anejas, a cualquiera mujer que tuviese virtud bastante para libertarle de aquella odiosa muñequita, que no le dejaba tomar asiento en el trono y que le tenía postrado en la cama echando espumarajos por la boca, como hombre entregado a todos los diablos.

No hay que jurarlo para que todos lo crean. Era un diluvio de personas de ambos sexos las que, incitadas de tan enormes recompensas, vinieron a curar al rey, pero fue en vano; ninguna lo consiguió. Al fin, nuestra pobre amiga, la escarnecida ama de la muñeca, más por caridad y singular afecto que al rey tenía, a pesar del delito de éste en quererla seducir y en burlarse de ella, no habiéndolo logrado, que con intención de llegar a ser reina, vino a palacio como un ángel bienhechor, tocó a la muñequita, la habló cariñosamente, y la muñequita soltó lo que tan apretado tenía.

Agradecido el rey a tanto favor, se casó con nuestra amiga. Así triunfó su virtud y su inocencia. Los que por burla la llamaban reina, tuvieron que llamarla reina de veras. A la excelente viuda la hicieron princesa de la sangre, con título de alteza serenísima. Al primer chambelán o gentilhombre lo pasearon por la ciudad, caballero en un burro y emplumado. Y en cuanto a la muñequita, sólo tenemos que añadir que, cumplida ya su misión, dejó de hablar, de morder y de hacer las demás operaciones impropias de una muñeca. La reina, sin embargo. la conservó cuidadosamente vestida con riquísimos trajes.

Aún en el día, después de tantos siglos como han pasado, la muñeca se custodia y muestra a los viajeros en el museo de antigüedades de la capital en que estas cosas acontecieron.

 
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