Eran
enormes, de unos 25 centímetros de diámetro aproximadamente, casi de forma
esférica, poseían una especie de patas delanteras provistas de unas pinzas con
las cuales cortaban los huesos del ciervo como si fueran de
papel.
De
vez en cuando le llegaban unas oleadas de olor a azufre que, mezclado con el
pestilente olor a materia orgánica en descomposición, hacían irrespirable el
aire.
Todo
el césped estaba sembrado de animales que seguramente huían de algo terrible que
estaba ocurriendo en el bosque, de ahí venían olores de azufre y el viento
huracanado.
Lo
más raro eran aquellas cucarachas que a medida que iban comiendo, su cuerpo
crecía rápidamente convirtiéndose en unos monstruos que lo más probable es
que no fueran de este planeta. Así pensaba David.
No
tuvo más remedio que taparse la boca con una toalla, el aire continuaba siendo
irrespirable.
Linterna
en mano y por compañero el miedo, empezó a adentrarse en el
bosque.
Al
ser poco transitado el bosque, sólo había dos caminos, si es que podían llamarse
caminos, mejor llamarlos senderos, el que con el tiempo se había ido formando
con los paseos que David se daba de vez en cuando, y el otro sendero quizás
debido a la rutinaria incursión que los inquilinos del bosque hacían
prácticamente todos los días. Era un bosque lleno de vida; tanto aves como
animales de cuatro patas y no digamos toda clase de insectos y cucarachas varias
lo poblaban de forma invariable y creciente; por lo visto era un ambiente muy
propicio a la procreación.
No
había ni andado unos cien pasos, cuando algo suave, casi agradable, le rozó la
espalda, con lo cual un frío intenso le invadió de pies a cabeza, se volvió de
forma instintiva y le pareció ver como un pequeño volumen de humo, no más de
unos dos metros de diámetro y espesor y completamente transparente y algo
azulado que traspasaba todo cuanto se le ponía por delante. Desde luego, humo no
era.