se sienta y contempla en un teatro
un drama de esperanzas y temores,
mientras la orquesta toca, suavemente,
la música sin fin de las esferas.
A la imagen de Dios en lo alto susurran
mimos y murmuran en voz baja,
vuelan de un lado para otro, y apremian
esas vastas cosas informes
que cambian de continuo el escenario,
vertiendo de sus alas desplegadas
un invisible, largo sufrimiento.
¡Abigarrado drama, que nunca,
jamás será olvidado!
Con su fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza
en un círculo que siempre vuelve
al lugar primitivo,
y mucha locura, y más pecado
y más horror... el alma de la intriga.
¡Pero mirad! Entre el tumulto de mimos
una forma reptante se insinúa,
roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda.
¡Se retuerce! ¡Se retuerce! Y los mimos
en tormento son su presa,
y sus fauces gotean sangre humana,
y los serafines lloran.
¡Apáguense todas las luces, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, paño funerario,
con furia de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
de pie, sin velos, afirman
que el drama es el del «Hombre»,
y su héroe, el Gusano Vencedor.
-¡Oh Dios!- casi gritó Ligeia, incorporándose de un salto y levantando los brazos con un movimiento brusco, mientras yo leía los últimos versos-: ¡Oh Dios! ¡Oh Padre celestial! ¿Ocurrirán irremediablemente estas cosas? ¿El Vencedor no será vencido alguna vez? ¿No somos una parte íntima de ti? ¿Quién..., quién conoce los misterios de la voluntad y de su fuerza? El hombre no se doblega a los ángeles, ni totalmente a la muerte, si no es por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos y regresó solemnemente a su lecho de muerte... Mientras lanzaba los últimos suspiros, brotó un suave murmullo de sus labios mezclado con ellos. Escuché con cuidado y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Granvill: «El hombre no se doblega a los ángeles, ni totalmente a la muerte, si no es por la flaqueza de su débil voluntad»