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Murió; y yo, abrumado, aterrado por el dolor, no pude soportar la solitaria desolación de mi estancia en la sombría ciudad en ruinas a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado mucho, mucho más de lo que normalmente cae en suerte a los mortales. Por eso, después de unos meses de un tedioso vagabundeo, sin rumbo, compre y reparé en parte una abadía, cuyo nombre no mencionaré, en una de las regiones más salvajes y apartadas de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste amplitud del edificio, el aspecto casi salvaje del terreno, los muchos recuerdos melancólicos y venerables relacionados con ambos tenían mucho que ver con los sentimientos de absoluto abandono que me habían llevado a esa remota y agreste región del país. Sin embargo, aunque la parte exterior de la abadía, en ruinas, cubierta de musgo, sufrió pocos cambios, me entregué con perversidad infantil y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias superiores reales. Siempre, incluso cuando era niño, había sentido gusto por estas extravagancias, y entonces volví a ellas como para compensar el dolor. ¡Ay, cuánta incipiente locura podía descubrirse en los espléndidos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los muebles, en los lunáticos diseños de las alfombras recamadas en oro! Me había transformado en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes se tiñeron del color de mis sueños. Pero no me pararé a contar los detalles de estos absurdos. Hablaré sólo de ese aposento maldito para siempre, donde en un momento de enajenación conduje al altar- como sucesora de la inolvidable Ligeia- a la señorita Rowena Trevanion, de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.

No hay una partícula de la arquitectura ni de la decoración de aquella cámara nupcial que no aparezca ahora ante mis ojos. ¿Dónde estaba el corazón de la orgullosa familia de la novia para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, la hija más querida, traspasara el umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo los mínimos detalles de la cámara...- yo que, por desgracia, olvido con facilidad cosas de mucha importancia-, y, sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel lujo de fantasía, que se impuso a mi recuerdo. La habitación se encontraba en una torrecilla alta de la almenada abadía, era de forma pentagonal y muy amplia. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la única ventana, un enorme cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de forma que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con un brillo espectral sobre los objetos. En lo alto de esta inmensa ventana se extendía el enrejado de una antigua enredadera que trepaba por los sólidos muros de la torre. El techo, de oscuro roble, era muy alto, abovedado y muy bien decorado con los motivos más extravagantes y grotescos de un estilo semigótico, semidruídico. Del centro mismo de esta melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro con largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, de estilo sarraceno, con numerosas perforaciones dispuestas de forma que salían por ellas, como dotadas de la vitalidad de una serpiente, continuas contorsiones de llamas multicolores.

 
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