¡Con qué agudo dolor no habré visto, después de unos años, cómo mis bien fundadas esperanzas levantaban el vuelo y desaparecían! Sin Ligeia yo sólo era un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas podían arrojar una luz clara sobre los muchos misterios trascendentales en que vivíamos inmersos. Privadas del fulgor radiante de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, se volvían más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaban cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo estudiaba. Ligeia cayó enferma. Y sus vehementes ojos brillaron con un resplandor extraordinario; los pálidos dedos adquirieron la transparencia de cera de la tumba y las venas azules de la alta frente latieron con fuerza en las alternativas de la más liviana emoción. Vi que iba a morir, y luché desesperadamente en espíritu con el tétrico Azrael. Y las luchas de la mujer apasionada eran, para mi asombro, mucho más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su inflexible carácter me habían convencido de que la muerte llegaría para ella sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son incapaces de describir la idea de la feroz resistencia que opuso a la Sombra. Gemí angustiado ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido tranquilizar, hubiera querido razonar, pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, de vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su indomable espíritu, no se tambaleó la placidez externa de su porte. Su voz se tornó más suave, mas profunda... pero yo no me quería detener en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente daba vueltas mientras escuchaba fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que los mortales no habíamos conocido hasta entonces.
No podía dudar de su amor, y me resultaba fácil entender que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte pude medir la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de estas confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que me fuera arrebatada mi amada precisamente en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar extenderme sobre este particular. Sólo añadiré que en el abandono más femenino de Ligeia al amor, ¡ay!, inmerecido, que otorgado sin que yo fuera digno, reconocí el principio de su ansioso, ardiente deseo de vida, de esa vida que ahora se le escapaba tan de prisa. Soy incapaz de describir, no encuentro palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir.
A medianoche del día en que murió me llamó imperiosamente a su lado y me rogó que repitiera ciertos versos que ella había escrito unos días antes. La obedecí. Eran éstos:
¡Mirad! ¡Es una noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con velos, y bañados en lágrimas,