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Pero lo que nos interesa es el marido. Debemos correr tras él por la calle antes de que pierda su individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. Allí seria inútil buscarlo. Por lo tanto, mantengámonos pegados a sus talones hasta que, tras varios rodeos y retornos inútiles, lo encontremos cómodamente sentado junto al hogar de un pequeño apartamento, cuyo alquiler estaba apalabrado de antemano. Está en la calle contigua a la de su casa y al final de su viaje. Apenas puede confiar en la buena fortuna de haber pasado hasta ese momento inadvertido: recuerda que, en un momento, fue detenido por la multitud bajo el mismo foco de un farol encendido, y que había pasos que parecían seguir los suyos, diferenciados de la trampa multitudinaria que lo circundaba, y recuerda cuando oyó una voz que gritaba a lo lejos y que -según le pareció- pronunciaba su nombre. Sin duda, una docena de chismosos lo observa y contó a su esposa todo el asunto. ¡Pobre Wakefield! ¡Cuán poco conoces tu propia insignificancia en este gran mundo! Ningún ojo mortal que no fuera el mío te ha seguido los pasos. Ve tranquilamente a tu cama, insensato; y mañana, si eres sabio, vuelve a tu hogar con la buena señora Wakefield y cuéntale la verdad. No te alejes ni siquiera por una semana de tu lugar en su casto corazón. Si por un solo momento ella te imaginara muerto, o perdido, o alejado de ella para siempre, pronto experimentarías el dolor de conocer un cambio perdurable en tu esposa. Es peligroso abrir una grieta en los afectos humanos y no porque sea tan larga y ancha, sino por lo pronto que vuelve a cerrarse.

Casi arrepentido de su travesura, o como quiera llamársela, Wakefield se acuesta temprano y. al despertarse de su primer sueño, extiende sus brazos en el espacio ancho y solitario de su desacostumbrada cama. "No -piensa mientras se envuelve con la ropa de cama-; no volveré a dormir solo otra noche".

 
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