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Imaginemos a Wakefield mientras se despide de su esposa. Es el crepúsculo de una tarde de octubre. Su equipo está compuesto de un abrigado gabán color gris amarillento, un sombrero cubierto por una especie de hule, botas altas, un paraguas en una mano, una maleta ligera en la otra. Ha contado a su esposa que tomará la diligencia de la noche hacia el campo. Ella le preguntaría de buena gana cuánto va a durar su viaje, cuál es su meta y cuándo estará de vuelta; no obstante, indulgente con el inocente amor por el misterio de Wakefield, lo interroga sólo con la mirada. Este le dice que no espere su retorno con la diligencia ni se alarme si demora tres o cuatro días; pero que, en cualquier caso, lo espere para la cena del viernes. El mismo Wakefield, téngase presente, no sospecha lo que le aguarda. Él extiende su mano, ella le da la suya, y se dan un beso de despedida a la manera rutinaria propia de una pareja que lleva diez años de matrimonio. Y ya parte el maduro Wakefield, casi resuelto a asombrar a su bondadosa esposa con la ausencia de toda una semana. Luego que la puerta se ha cerrado tras las espaldas de Wakefield, ella ve cómo se abre un poco, y a través de la apertura, aparece el rostro de su marido que le sonríe y desaparece en un instante. Por el momento deja pasar este hecho sin reflexionar. Sin embargo, mucho más tarde, cuando ya tenía más años de viuda que de esposa, esa sonrisa vuelve a aparecérsele y se entremete en todos los recuerdos del rostro de su marido. En sus meditaciones rodea a esa sonrisa de una multitud de fantasías que la convierten en algo extraño y temible. Por ejemplo, cuando lo imagina en un ataúd aquella mirada de despedida se congela en los pálidos rasgos del hombre; cuando lo imagina en el cielo, en cambio, su espíritu bendito todavía conserva una sonrisa tranquila y enigmática. Con todo, por su parte, cuando todos los demás lo han dado por muerto. ella a veces duda de ser realmente una viuda.

 
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