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En la mañana del 9 de Mayo de 18... tres personas importantes para esta historia se hallaban entre los pasajeros en la cubierta del vapor «Tynwalld», del servicio de la isla de Man, en el momento en que, al costado del muelle de Douglass, levantaba vapor para dirigirse a Liverpool. El uno era un viejo eclesiástico de setenta años, de cara suave, dulce, infantil; el otro un joven de treinta años, también sacerdote, y la tercera persona, una joven de veinte años. El clérigo anciano tenía en el cuello un corbatín blanco y estaba vestido con un trae negro bastante raído, de un corte que había sido e moda veinte años antes. El, clérigo más joven llevaba un cuello romano, y un sombrero recto de anchas alas con cordón y borla. Estaban en el centro del buque, y el capitán, que salía de su cuarto para subir al puente los saludó al paso.

-Buenos días, señor Storm.

El clérigo joven devolvió el saludo con una leve sonrisa y quitándose el sombrero.

Dirigiéndose enseguida el capitán al otro sacerdote:

-Buenos días tenga usted, rector Quayle.

El sacerdote anciano contestó alegremente:

-¡Oh! ¡Buenos días, capitán, buenos días!

Siguió la acostumbrada pregunta sobre el estado del mar, y al acercarse para contestarla, el capitán se halló cara a cara con la joven.

-Esta es la nieta ¿no?

-Sí; esta es Gloria -contestó el rector Quayle. -Le ha llegado el día de separarse de su abuelo, capitán, y he venido de Peal a despedirla, ya ve usted.

-¡Bueno! Esta niña ha tenido va el mundo ante su vista... a sus pies, dirá mejor. Está usted tan resplandeciente y fresca como la mañana, señorita Quayle.

El capitán acompañó su galantería con una franca risa, y se dirigió al puente. La joven le habla escuchado casi inconscientemente y contestó apenas con una mirada de soslayo y una sonrisa. Sus ojos y sus oídos, y cada uno de sus sentidos y de sus facultades, parecían embargados por el cuadro que se extendía ante su visita.

Era una bella mañana de primavera: todavía no habían dado las nueve, pero el sol se elevaba ya por sobre el promontorio de Douglass, y su luz se reflejaba en el puerto en las pequeñas olas de la marea creciente. Los vehículos afluían al muelle, los pasajeros entraban en tropel por los puentecillos; y las cubiertas, a popa y a proa, comenzaban a llenarse de gente.

-¡Qué hermoso! -decía, no tanto a sus compañeros cuanto a sí misma; y el viejo rector se reía de las explosiones de entusiasmo por el vulgar cuadro, y le vertía en respuesta frasecillas de charla corriente, anonadas suaves y puras, como el rumor inocente de arroyo de las montañas.

La joven era de una estatura mayor que la común, sus cabellos de un color rubio rojizo y sus grandes ojos parduscos magníficos. Uno de los dos ojos tenía una mancha negra, lo que a primera vista la hacía parecer bizca; en la siguiente mirada le daba una expresión de coquetería, y después permanentemente un acento de tremenda fuerza y pasión.

 
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