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Según mis recuerdos, mi historia comienza de la misma manera
que un cuento de hadas común y corriente, pero un cuento de hadas al fin. Había
una vez, en París, entre las dos guerras mundiales, un niño feliz. Y ese niño
feliz era yo. Hoy, cuando lo observo desde esta mitad de la vida a la que he
llegado, me maravillo. Es tan rara una infancia feliz. Y además está tan poco de
moda en nuestros días, que a duras penas se puede creer que sea verdad. Y si el
agua de mi infancia es clara, no voy a tratar de ensuciarla: sería la peor de
las ingenuidades.
Nací en 1924, al mediodía del 19 de septiembre, en el
pintoresco corazón de París, en Montmartre, entre la Place Blanche y el Moulin
Rouge, por casualidad.
Nací en una casa del siglo diecinueve, modesta, en una
habitación que daba al patio.
Mis padres eran perfectos para mí. Mi padre, egresado de una
facultad de física y química, ingeniero químico, era inteligente y bueno. Mi
madre, que también había estudiado física y biología, era toda afecto y
comprensión. Ambos eran generosos y atentos. ¿Pero por qué digo estas cosas? El
niño que yo era no las sabía. No adjudicaba a sus padres ninguna cualidad. Ni
siquiera pensaba en ellos. Sus padres lo amaban. El los amaba. Se trataba de un
Don.
Mis padres eran la protección, la confianza, el calor. Aún hoy
lo experimento cuando recuerdo mi infancia, esa sensación de calor sobre mí,
detrás de mí, a mi alrededor. Esa maravillosa sensación de no vivir aún por
cuenta propia, sino de apoyarse por completo, en cuerpo y alma, sobre otras
vidas que así lo aceptan.