En un recuerdo preciso como un cuadro colgado en el centro de
la pared de mi habitación, me veo el día en que cumplí cuatro años. Corría por
la vereda hacia un triángulo de luz formado por el encuentro de tres calles -la
calle Edmond Valentin, la calle Sédillot y la calle Dupont-des-Loges donde
vivíamos-, un triángulo de sol que se abría como sobre un borde de mar, hacia el
Square Rapp. Me sentía impulsado hacia ese charco luminoso, era aspirado por él,
y, mientras agitaba brazos y piernas, me decía: "Tengo cuatro años y soy
Jacques."
Esto se puede llamar, si se quiere, el nacimiento de la
personalidad. Y no iba acompañado del menor temor. Era simplemente que el rayo
de alegría universal había caído sobre mí, esta vez a pique.
Por supuesto que tuve pesares y disgustos como todos los niños.
Pero a decir verdad no los recuerdo. Han desaparecido de mi memoria exactamente
como desaparece de nuestra memoria el dolor físico: cuando deja el cuerpo, deja
la mente.
Lo violento, lo absurdo, lo turbio, lo incierto, todo eso lo
conocí más tarde. No puedo ubicar a ninguno de esos conceptos en los primeros
años de mi vida.
Todo esto es lo que acabo de bautizar como el Agua Clara de mi
infancia.