Para edificación de los gomosos entusiastas que reciben
con laureles y con palmas a las coristas importadas por Mauricio Grauz, copio
una carta que pertenece a mi archivo secreto y que -si la memoria no me es
infiel- recibí, pronto hará un año, en el día mismo
en que la troupe francesa desertó de nuestro teatro.
La carta dice así:
Mon petit Cochon bleu:
Con el pie en el estribo del vagón y lo mejor de mi
belleza en mi maleta, escribo algunas líneas a la luz amarillenta de una
vela, hecha a propósito por algún desastrado comerciante para
desacreditar la fábrica de la Estrella. Mi compañera ronca en su
catre de villano hierro, y yo, sentada en un cajón, a donde va a
sumergirse muy en breve el único resto de mi guardarropa, me entretengo
en trazar garabatos y renglones como ustedes los periodistas, hombres que, a
falta de champaña y Borgoña, beben a grandes sorbos ese
líquido espeso y tenebroso que se llama tinta. Acaba determinar el
espectáculo, y tengo una gran parte de la noche a mi disposición.
Yo, acostumbrada a derrochar el capital ajeno, despilfarro las noches y los
días, que tampoco me pertenecen: son del tiempo.
Si hubiera tenido la fortuna de M. Perret, mi compañero;
si la suerte, esa loca, más loca que nosotras me hubiera remitido en
forma de billete de la lotería dos mil pesos, ¡diez mil francos!,
no hubiera tomado la pluma para escribir mis confesiones. Los hombres escriben
cuando no tienen dinero; y las mujeres cuando quieren pedir algo.