Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien
habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para
que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a
la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco
de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él
una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada, en la
que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró al icono obscuro del
rincón y exhaló un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba
él de rodillas.
«Querido abuelo Constantino, Makarich -escribió-:
Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a
Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo
te tengo a ti...