Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos le
trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era
preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor
entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando
aún vivía su madre y servía en casa de los señores,
Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a
contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el
huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria,
con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin,
para que aprendiese el oficio...
«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo,
tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro Señor
te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito
huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y,
además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no
hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan
fuerte, que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es
vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al
cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón
guárdale bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes te quiere
tu nieto
VANKA CHUKOV.
Ven en seguida, abuelito.»