«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos
palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no
son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda
una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso, que se podrían
pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las
tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy
caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices,
liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores
el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y
escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás.
Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka.
Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana.
Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando
había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba
él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto!
El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le
importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido,
encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz
helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían,
en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía
descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de
nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla,
daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:
-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!