Vanka miró a la obscura ventana, en cuyos cristales se
reflejaba da bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich,
empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores
Chivarev. Era un viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de
bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día
dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se
paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez
en cuando con un bastoncillo una pequeña, plancha cuadrada, para dar fe
de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Acompañábanle
dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se
merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre
parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos
acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella
máscara de cariño, una perfidia jesuítica.
Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y
morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los
campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de
morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados
trances y resucitaba cuando le tenían ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a
la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a
los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse.
Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.