I
ENTRA EN ESCENA LA DUQUESA
La serenidad de una tarde del
apacible verano inglés se cernía sobre el parque y los jardines de Overdene. Los
últimos reflejos del sol poniente prolongaban sobre el césped las sombras de los
árboles y hacían desear la frescura prometida por el espeso follaje de los
grandes cedros. El viejo caserón de piedra, sólido, macizo y desprovista de todo
adorno, sugería la idea de un interior cómodo y espacioso y engalanaba la
positiva fealdad de su exterior con la pompa de los magnolios y la vestidura de
hiedra y viña virgen que, trepando por la fachada principal, la cubría toda como
un aterciopelado manto de verdura salpicado de capullos blancos y racimos
purpúreos. A lo largo del edificio corría una terraza limitada a un extremo por
un invernadero y al otro por una pajarera. A trechos regulares, anchos escalones
de piedra bajaban desde esta terraza hasta la blanda alfombra de césped. Más
allá, la vasta extensión del parque con sus macizos de árboles seculares,
frecuentados por los ciervos medrosos, de movimientos ágiles y parda vestidura;
entre los árboles, el brillo fugitivo del río serpenteaba graciosamente como
estrecha cinta de plata que surgiera y se ocultara caprichosa entre las altas
hierbas sembradas de ranúnculos, amapolas y margaritas.
El antiguo reloj de sol señalaba las
cuatro en punto.
Los pájaros callaban; entre el leve
rumor de las hojas no se escuchaba un trino ni un gorjeo. La quietud y el
silencio eran casi deprimentes. Un gran guacamayo escarlata, dormido en su
percha bajo la sombra de los cedros, era la sola nota de color brillante que
vibraba en todo el panorama.
Al fin se oyó el ruido de una puerta
al abrirse. La original figura de una señora anciana se asomó a la terraza, la
recorrió en toda su extensión y desapareció entre la rosaleda. La duquesa de
Meldrum salía a cortar rosas.
Lucía un antiguo sombrero de paja de
la primera época victoriana, y de la forma conocida con el nombre de «seta»,
atado, bajo la gruesa barbilla de su dueña, con anchas cintas negras. Una
chaqueta floja de tela cruda y una falda escocesa muy corta completaban su
extraño vestido. Llevaba las manos cubiertas por gruesos guantes de manopla, y
al brazo una cesta de madera y unas tijeras de gran
tamaño.