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En el momento en que Su Excelencia bajaba de la terraza y abría la puertecilla de hierro que daba paso a la rosaleda, Tommy, el gran guacamayo escarlata, abrió un ojo y miró a su ama; después le envió el chasquido de un beso; cuando ella desapareció entre las flores, se echó a reír y reanudó su interrumpido sueño.

Entre los favoritos de la Duquesa, Tommy ocupaba el primer lugar y representaba la única concesión hecha por la ilustre dama a un sentimiento mórbido. Tras la muerte del Duque, cuantas voces masculinas escuchaba estaban impregnadas de la misma deferencia, de la misma suavidad irritante y servil. Si el mayordomo hubiera podido refunfuñar o el párroco hubiese empleado, al dirigirse a ella, algún adjetivo brusco o poco galante, la Duquesa se habría sentido complacida en extremo. Pero, tal como estaban las cosas, sentía pesar sobre su espíritu una indefinible melancolía, hasta el día en que leyó cierto anuncio notificando que se ponía en venta un magnífico guacamayo garantizado como gran parlanchín poseedor de un vocabulario de más de quinientas palabras.

La Duquesa partió inmediatamente para la ciudad, hizo una visita al tratante en cuestión y, después de escuchar unas cuantas palabras del vocabulario del guacamayo y de notar, complacida, el tono en que las pronunciaba, lo adquirió en el acto y lo hizo transportar a Overdene.

La primera tarde de su estancia en la mansión ducal, el vistoso pájaro permaneció malhumorado sobre la gran percha, rehusando decir ni una sola de sus famosas quinientas palabras. Y la Duquesa pasó la tarde entera en el hall, buscando lugares estratégicos: primero cerca de él, después en un rincón distante, en un sillón situado detrás de un biombo; leyendo, de espaldas al animalito, como si no se diera cuenta de su presencia; de cara a él y concentrando en él toda su atención... Todo inútil. Tommy se limitaba a dar un chasquido con la lengua cada vez que la dama salía de su escondrijo o a enviar una cascada de besos, seguida de una carcajada de ventrílocuo, al mayordomo o al lacayo siempre que uno u otro atravesaban apresuradamente el hall. La Duquesa, desesperada, trató de recordarle, deletreando, algunas de las observaciones que había hecho en la tienda; pero Tommy, por toda contestación, guiñaba un ojo y se colocaba la patita sobre el pico. No obstante, su brillante plumaje escarlata agradaba sobremanera a la Duquesa, que se retiró a sus habitaciones arrepentida de su compra.

A la mañana siguiente, la doncella que barría el hall, el lacayo que distribuía la correspondencia y el mayordomo que hacía sonar el gong para el almuerzo comprobaron instantáneamente que una buena noche de descanso había bastado para devolver a Tommy el uso completo de su vocabulario. Y cuando la Duquesa bajó la escalera diez minutos después del último golpe de gong, Tommy batió las alas encolerizado y chilló con su registro más agudo: «¡Vamos, vieja amiga! ¡Vamos de una vez!» Fue el almuerzo más alegre que Su Excelencia recordaba haber disfrutado en muchos meses.
 
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