III
Al
instante de sentir el leve roce de lo que por de momento le llamaremos "humo",
lanzó un grito que a él le pareció intenso y desgarrador a la vez que intentó
echar a correr, pero en realidad era tanto el miedo, que de su boca sólo salió
un breve susurro y las piernas se negaban a dar un paso
rápido.
Odiaba
cada vez más ese bosque; sabía que el sendero que había escogido llevaba a
alguna parte, pero no sabía dónde.
Odiaba
los escabrosos árboles con sus hambrientas hojas que de día devoraban la luz del
sol.
Deseaba
volverse por donde había venido, pero tenía miedo, un miedo visceral que como un
frío de muerte le calaba hasta los huesos. Estaba seguro que en algún punto del
camino que ya había recorrido existía un claro, un claro que cuando se hiciera
de día sería iluminado por la luz solar.
Lo
único que deseaba era volverlo a encontrar de nuevo, pero sabía que nunca lo
encontraría a menos que regresase hacia atrás. Y, sin embargo, todo lo que podía
hacer era seguir trastabillando hacia adelante, esperando que el sendero no
siguiese una línea totalmente recta y que se curvase en un amplio círculo para
darse de narices con el esperado claro; y si lo hacía, si volvía a hallar aquel
cálido lugar iluminado por el sol, David se prometía a sí mismo que se quedaría
allí para siempre...