Gozaba
de buena salud, que a sus 35 años nada tenía que envidiar a otros de su
edad.
No
tenía tampoco problemas económicos ya que recibió una importante herencia cuando
fallecieron sus padres, que fue a partir de ese día cuando tomó la decisión de
trasladarse a vivir en esa casa en la cual ya hace dos años que
habitaba.
Intuía
que algo no iba bien, le parecía que incluso el aire silbaba de forma diferente
al penetrar por las rendijas de puertas y ventanas, que de hecho, estaban muy
descuidadas.
De
pronto, una ráfaga de viento más fuerte de lo normal abrió de golpe una de las
ventanas de la habitación dejando esparcido un fuerte olor a materia en
descomposición.
Era
un olor que se filtraba por los poros de la piel y al respirar le producía un
cierto ahogo que sólo al cabo de unos minutos logró aclimatarse y adaptarse -a
la fuerza- a esta preocupante situación.
Cerró
de golpe la ventana y se fue derecho al lavabo a refrescarse la cara cuando de
pronto le atacaron unas arcadas de vómito que le pareció iba a
morirse.
La
cosa no pasó a mayores, con el estómago vacío, refrescado y con más miedo que
curiosidad, cogió una linterna y se dispuso a salir fuera de la casa, algo en su
mente le avisaba que ahí fuera su vida estaría pendiente de un hilo, pese a
todo, una fuerza desconocida le empujaba a salir, se sentía atraído como si un
imán tirara de él.