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Me ocupé de pensar una historia -un relato que rivalizara con los fragmentos que nos habían inducido a abordar esta tarea. Quería algo que evocase los temores misteriosos de nuestra naturaleza, y que suscitase horrores inquietantes -de modo que el lector temiese mirar alrededor, y se le erizase la piel y se le acelerasen los latidos del corazón. Si no lograba todo esto, mi historia de fantasmas sería indigna del nombre. Pensé y cavilé -pero en vano. Sentía esa vacía incapacidad de invención que es el principal misterio de la creación, cuando la Nada vacía contesta a nuestras ansiosas invocaciones. ¿Ha pensado una historia?, me preguntaban todas las mañanas, y siempre me veía obligada a contestar con una mortificante negativa.

Para hablar a lo Sancho, todo debe tener un comienzo; y ese principio debe vincularse con algo que ocurrió anteriormente. Los hindúes afirman que el mundo descansa sobre un elefante, pero que éste se encuentra sobre una tortuga. Debe reconocerse humildemente que la invención no consiste en crear de la nada, sino del caos; en principio, debe contarse con los materiales: la creación puede dar forma a las sustancias oscuras e informes, pero no puede crear la sustancia misma. En todas las cuestiones quise refieren al descubrimiento y á la invención, y aún a las que se relacionan con la imaginación, se nos recuerda constantemente el caso de Colón y el huevo. La invención consiste en la capacidad de aprovechar las posibilidades de un tema, y en el poder de plasmar y encauzar las ideas que él sugiere.

Lord Byron y Shelley sostuvieron muchas y prolongadas conversaciones, y yo fui oyente devota pero casi silenciosa de esos coloquios. Durante una de esas charlas se discutieron diversas doctrinas filosóficas, y entre otras la naturaleza del principio de la vida, y si existían probabilidades de que jamás fuese posible descubrirlo y comunicarlo. Hablaban de los experimentos del doctor Darwin (me refiero no a lo que él hizo realmente, ni a lo que dijo haber hecho, sino -porque se aviene más a mi propósito- a los actos que entonces se le atribuían) que preservaba un trozo de vermicelli en un frasco de vidrio, hasta que gracias a ciertos medios extraordinarios comenzaba a moverse voluntariamente. Después de todo, no se trataba de infundir vida. Quizá fuera posible reanimar un cadáver; el galvanismo había sugerido cosas por el estilo: quizá fuera posible fabricar los elementos de una criatura, reunirlos e infundirles calor vital.

Pasó la noche en esta conversación, y cuando nos retiramos a descansar ya habíamos dejado atrás la hora de las brujas. Cuando descansé la cabeza en la almohada no dormí, y tampoco hubiera podido decirse que pensaba. Mi imaginación desatada me poseía y llevaba, y otorgaba a las sucesivas imágenes que se formaban en mi mente una vivacidad que excedía holgadamente los límites usuales del ensueño. Vi -con los ojos cerrados -, pero con viva claridad mental al pálido estudioso de las artes ocultas arrodillado al lado de la cosa que él mismo había armado. Vi extendido el horrible fantasma de un hombre, y luego, a impulsos de alguna máquina poderosa, mostrar signos de vida y agitarse con movimientos torpes, como los de un ser vivo. Debía ser terrorífico; pues tal efecto tenía que provocar una empresa humana que pretendía parodiar el mecanismo estupendo del Creador del mundo. Su éxito mismo debía aterrorizar al artista; y éste se apartaría espantado, agobiado por el horror de la obra creada por sus propias manos. Debía confiar en que, abandonada a sí misma, se desvaneciese la ligera chispa de vida que había logrado comunicar; y que esta cosa, que había recibido rata imperfecta animación, recayese en la materia muerta; así, podría descansar en la creencia de que el silencio de la tumba ahogaría para siempre la existencia fugaz del horroroso cadáver a quien por un momento había considerado como la cuna de la vida. El autor duerme; pero ahora se despierta; abre los ojos; y contempla al ser horroroso que está de pie al lado de su lecho, entreabriendo las cortinas, y contemplándolo con ojos amarillentos, acuosos pero reflexivos.

Aterrorizada, abrí los míos. Tanto se apoderó de mi mente la idea, que me recorrió un estremecimiento de temor, y experimenté el deseo de trocar la imagen espectral de mi fantasía por las realidades que me rodeaban. Aún las veo; la habitación, las maderas oscuras del piso, las persianas cerradas, y entre ellas filtrándose la luz de la luna, la sensación de que más allá se extendía el espejo del lago y los Alpes blancos y elevados. No pude desembarazarme tan fácilmente de mi atroz espectro; seguía acechándome. Debía tratar de pensar en otra cosa. Apelé a mi cuento de fantasmas: ¡zarandeada e infeliz historia de fantasmas! ¡Oh! ¡Si por lo menos pudiese idear algo que atemorizase a mi lector como yo misma me había intimidado esa noche! La idea que entonces se me ocurrió sobrevino con la velocidad de la luz, y fue tan reconfortante como ésta. "¡Lo he hallado! ¡Lo que me inspiró temor, sabrá atemorizar a otros, y bastará que describa el espectro que me persiguió en medio de la noche!" A la mañana siguiente anuncié que había pensado una historia. Ese día empecé con las palabras: Una desolada noche de noviembre, y por el momento me limité a una reseña de los sombríos terrores de mi ensoñación.

Al principio pensé escribir nada más que unas pocas páginas, redactando un cuento corto; pero Shelley me instó a desarrollar más extensamente la idea. Ciertamente, mi esposo no me sugirió ningún incidente, y ni siquiera algunas sensaciones; pero sino hubiera sido por sus exhortaciones la obra no habría adquirido nunca la forma que el mundo conoció. De esta declaración debo exceptuar el prefacio. Por lo que puedo recordar, fue escrito totalmente por él.

Y ahora, nuevamente saludo a mi horrible engendro, y lo aliento a que vaya por el mundo y prospere. Le tengo afecto, pues fue el fruto de días felices, cuando la muerte y el dolor no eran más que palabras que no hallaban verdadero eco en mi corazón. Varias de sus paginas reflejan muchos paseos, salidas y conversaciones, cuando yo no estaba sola y mi compañero era aquel a quien nunca volveré a ver en este mundo. Pero esto es para mí misma; mis lectores nada tienen que ver con estas asociaciones.

Sólo agregaré una palabra, relacionada con las modificaciones que he introducido. Son principalmente variaciones de estilo. No he cambiado ninguna parte del relato, ni introducido ideas o circunstancias nuevas. He corregido el lenguaje allí donde podía perjudicar el interés de la narración; y estos cambios aparecen casi exclusivamente al comienzo del primer volumen. En el desarrollo de toda la obra, se limitan completamente a las partes subordinadas del relato, y han dejado intacto el núcleo y la sustancia del mismo.

M.W.S.

Londres, 15 de octubre de 1831

 

 

 
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