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¡Qué hermoso es el teatro de la Opera de París! Hermoso, sí, prescindiendo de las maravillas que ostenta a nuestra vista, de la gracia aérea de la Taglioni, del encanto mágico de la Elssler, del admirable talento de Nourrit, el Talma de la tragedia lírica, tampoco hablaré de las deliciosas armonías de Meyerbeer, honor de la Alemania, de los cantos graciosos e inagotables de Auber, el primero de nuestros compositores; si no tuviera la desgracia de ser nuestro compatriota. Dejo a un lado la ilusión de las decoraciones, de los trajes y del baile; finalmente, no quiero hablar del escenario de la Opera, sino del foro.

Este es otro espectáculo no menos curioso y brillante. Mirad en torno vuestro y si en esa noche tenéis tiempo para observar, si estáis de buen humor, si no habéis perdido vuestro dinero en la Bolsa o escuchado un mal discurso en la Cámara, si vuestra amante no os ha engañado o si vuestra mujer no os ha armado alguna camorra, si habéis comido bien con personas de talento o mejor todavía con un par de amigos verdaderos, colocaos en la orquesta de la Opera; volved vuestro anteojo, no del lado de los bastidores, sino del lado del anfiteatro y principalmente de los primeros palcos... ¡Qué variedad de cuadros animados! ¡Cuántas escenas cómicas y cuántas, sobre todo, dramáticas!

Y advertid que no quiero que salgáis del, observatorio en que acabo de colocaros, porque, ¿qué sería, si abandonando vuestro asiento de orquesta y asiéndoos del brazo de un amigo, os coláis hasta la sala de descanso de la Opera? Allí no podréis dar un paso sin tropezar con una ambición o un ridículo, sin rozaros al pasar con un diputado, con un hombre de Estado de hoy, un ministro de ayer, una reputación de la semana, un orgullo de todos los tiempos; y más allá, alrededor de la ancha chimenea, un personaje de guantes amarillos que refiere sus excursiones de la mañana y sus desafíos en el bosque de Bolonia; un periodista orador que recita en su conversación su folletín del siguiente día; un pisaverde que vive a expensas de una cómica y la paga con elogios, otro quídam que se arruina por ella y se cree obligado a enumerar todas sus perfecciones, como para justificar ante los ojos de sus amigos el empleo que da a sus fondos; todo ese ruido, toda esa algarabía, toda esa confusión de amores propios y pretensiones, suministrarían materia para escribir cien volúmenes, y yo no quiero contaros sino una historieta.

Una noche, si mal no me acuerdo, a fines del año de 1831, bailaba la Taglioni; acudió a verla una inmensa multitud: los curiosos estaban escalonados sobre las gradas y taburetes de reserva que había proporcionado el acomodador de la orquesta; formaban una especie de atrincheramiento o barricada que no sin trabajo pude salvar en medio de la quietud y del silencio de los aficionados cuyo placer turbaba bien a pesar mío, porque cuando baila la Taglioni, no solamente se la mira, sino que reina el más profundo silencio. ¡Todos escuchan! ¡Parece que los ojos no bastan para admirar!

Hallábame en una situación embarazosa, de pie al lado de algunos amigos que me habían llamado, pero que demasiado oprimidos ellos mismos, no podían hacerme lugar, cuando un joven se levanta y me ofrece el suyo, que rehusé, como debéis suponer, no queriendo privarle del placer de asistir cómodamente al espectáculo.

-Usted no me priva de placer alguno, me dijo, - iba a salir.

Acepté entonces, dándole las más expresivas gracias, y a tiempo de marcharse mi generoso vecino, echó una mirada al teatro, detúvose un instante y volviendo la espalda al palco del general Clapanéde, parecía buscar algo con los ojos; después, cayendo de repente en una profunda meditación, ya no pensó en marcharse.

Tenia razón en decir que no le privaba del espectáculo; porque, volviendo la espalda a la escena, no viendo nada, ni oyendo nada, parecía haber olvidado enteramente el sitio donde estaba. Entonces me puse a examinarlo despacio; era imposible ver una fisonomía más expresiva, más hermosa y más distinguida. Vestido con elegante sencillez, todo en sus maneras y en sus menores movimientos, era noble y de buen tono.

Parecía tener de veinticinco a veintiocho años; sus grandes ojos negros estaban constantemente fijos en un palco segundo, que miraba con una expresión de tristeza y de desesperación indefinible.

Involuntariamente volví la cabeza en la misma dirección y vi que aquel palco había quedado vacío.

-Sin duda esperaba alguna persona que no ha venido -me decía a mi mismo;- le habrá faltado a la palabra... o estará enferma... o tal vez algún marido celoso la habrá impedido venir... ¡Y él la ama!... ¡Y él la espera! ... ¡Pobre joven!...

Y yo esperaba como él, y le compadecía y hubiera dado un mundo por ver abrir aquel palco que permanecía constantemente cerrado.

El espectáculo iba a concluir, y durante dos o tres escenas en que los primeros bailarines no bailaban y se conversaba casi en alta voz, muchos, como hubieran podido hablar de otra cualquier cosa, pusiéronse a hablar de Roberto el Diablo, que a la sazón se ensayaba y que debía ponerse en escena dentro de pocos días: mis amigos me hicieron varias preguntas sobre la música, sobre los bailes, sobre el acto de los monjes, y todos me suplicaron que los llevara a los últimos ensayos. ¡Es una cosa tan curiosa e interesante para las gentes de mundo un ensayo en el teatro de la Opera! Prometíles que así lo haría y todos nos levantamos para salir, porque acababa de caer el telón, y como me hallase al lado de mi desconocido, que continuaba inmóvil en el mismo sitio, le expresé mi sentimiento de haber aceptado su oferta y el deseo de poder corresponder a tan señalado favor.

-Nada más fácil para usted - me dijo: - acabo de saber, caballero, que es usted el señor de Meyerbeer.

-No tengo ese honor.

-En fin, usted es uno de los autores de Roberto el Diablo.

-Nada de eso: he compuesto la letra.

-Pues bien, permítame usted, caballero, asistir al ensayo de mañana.

-Como todavía no es el ensayo general no me atrevo a convidar sino a mis amigos.

-Una razón más para que yo insista.

-Y yo recibo en ello una particular satisfacción.

 
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