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Aquella noche se verificó la primera representación de Roberto, y mi amigo Meyerbeer obtuvo un extraordinario triunfo que resonó en toda Europa. Desde entonces acá, ¿cuántos acontecimientos literarios y políticos ha habido? ¿Cuántas reputaciones se han levantado, cuántas han perecido? Yo no volví a ver a Arturo; no volví a pensar en él, le olvidé enteramente.

Noches pasadas hallábame en la orquesta a la derecha del teatro. Esta vez no se ejecutaba el Roberto sino Los Hugonotes. Habían transcurrido cinco años.

-¡Qué tarde viene usted! - me dijo un amigo catedrático de leyes, abonado en la Opera y que gastaba tanto humor por las noches como erudición por las mañanas.

-Y hace usted muy mal -añadió, dándome un golpecito en el hombro, un hombrecillo vestido de negro, de voz atiplada y empolvada peluca.

Volvíme y vi que era Baraton, el escribano de mi familia.

-¿Usted por aquí? -exclamé, - y la escribanía?

-Hace tres meses que la he vendido. Soy rico, viudo y tengo ya sesenta años: he estado veinte casado y he sido treinta escribano... Ya es tiempo que me divierta.

-...Y el señor - dijo el doctor en leyes, - hace ocho días que está abonado a la orquesta.

-En efecto, me gusta reírme... Soy aficionado a la comedia y he alquilado un asiento en la Opera.

-¿Por qué no en los franceses?

-No se divierte uno allí tanto como aquí... Aquí se oyen y ven las cosas más peregrinas del mundo. Estos señores lo saben todo, conocen todo... no hay aquí un palco cuya historia no me hayan referido.

Y miraba al catedrático de leyes que se sonreía con aquel aire modesto y reservado que pasa por discreto y que significa: «¡Oh, si quisiera bien podría contar otras muchas!»

-¿De veras? - exclamé, y maquinalmente mis ojos se dirigieron hacia el palco segundo que años antes había excitado tan vivamente mí curiosidad. ¡Cuál fue mi sorpresa al verlo aquella noche todavía vacío! Alegre entonces por tener también una historia que contar, referí en pocas palabras a mis oyentes la que acabo de relatar si bien con alguna más extensión.

Me escuchaban atentamente. Mis vecinos se perdían en conjeturas. El profesor trataba de reunir sus antiguos recuerdos; el escribanillo se sonreía malignamente.

-Pues bien. -, les dije, - ¿quién de ustedes, señores, que todo lo saben, que todo lo conocen, no dará la solución de este enigma? ¿quién nos contará la historia de ese palco misterioso?

Todo el mundo callaba... hasta el profesor que, pasando la mano por la frente como para recordar la anécdota, hubiera concluido, probablemente, por inventar una; pero el escribano no le dejó tiempo.

-¿Quién referirá a usted esa historia?... -exclamó con un aire de triunfo;- yo, que conozco todos sus detalles..

-¿Usted, señor Baraton?

-¡Yo mismo! ...

-Hable usted, hable usted.

Y todas las cabezas se inclinaron hacia el narrador.

-Hable usted, señor Baraton.

-¡Pues bien! - dijo él escribano dándose cierta importancia y tomando un polvo de rapé, - ¿quién de ustedes ha conocido...?

En este momento oyóse el primer preludio de la orquesta.

Y Baraton, que no quería perder una detuvo de sola nota de la introducción, se detuvo de repente y dijo:

-En el próximo entreacto.

 
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