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Un grito de sorpresa y horror se le escapó al portugués.

El cuerpo de aquel desdichado aparecía acribillado como por una descarga de innumerables perdigones, y de algunas de aquellas heridas todavía salían gotas de sangre.

-¡Por Júpiter!- exclamó Yáñez estremeciéndose-. ¿Quién te ha puesto de ese modo, mi pobre Tangusa!

-Las hormigas blancas, señor Yáñez- contestó el malayo con voz apagada y haciendo un horrible gesto de dolor.

-¡Las hormigas blancas!- exclamó el portugués-. ¿Quién te ha cubierto el cuerpo con tales insectos, siempre ávidos de comer!

-Los dayakos, señor Yáñez.

-¡Ah, miserables! Vete a la enfermería y que te curen; después hablaremos. Ahora dime tan sólo si Tremal-Naik y su hija Damna corren peligro inminente.

-El amo ha formado un pequeño cuerpo de malayos, e intenta hacer frente a los dayakos.

-Está bien; ponte en manos de Kibatang, que entiende de heridas, y después envía a buscarme, mi pobre Tangusa. Por el momento, tengo que hacer otra cosa.

Mientras el malayo, ayudado por dos marineros, descendía a la cámara, Yáñez había puesto de nuevo su atención en la desembocadura del río, en la cual habían aparecido tres grandes chalupas montadas por tripulaciones numerosas, y una con puente doble, en la cual se veía uno de esos pequeños cañones de cobre amarillo llamados lilas por los malayos, fundidos con una parte de plomo.

-¡Oh, diablo!- murmuró el portugués-. ¿Tendrán intención esos dayakos de venir a medirse con los tigres de Mompracem? ¡No será con esa fuerza con la que habéis de poder con nosotros! ¡Tenemos buenas armas, y os haremos saltar como cabras salvajes!

-Tendrán otras chalupas escondidas detrás de las islas, señor Yáñez- dijo Sambigliong-. Somos demasiado fuertes para que vayamos a tenerles miedo, aun cuando conozcamos la audacia y el empuje de los hijos de piratas y cortacabezas.

-¿No tenemos aún dos cajas de aquellas?...

-¿Balas de acero con punta? Sí, capitán.

-Manda traerlas sobre cubierta, y da orden a todos nuestros hombres para que se pongan botas de mar, si no quieren estropearse los pies. ¿Se han embarcado los haces de espinos?

-También, señor Yáñez

-Manda ponerlos alrededor de la borda. Si quieren subir el asalto, los veremos gritar como fieras salvajes. ¡Piloto!

Podada, que se había subido hasta la cofa del trinquete para observar el movimiento sospechoso de las cuatro chalupas, descendió, y se acercó al portugués mirando oblicuamente.

-¿Sabes si esos dayakos tienen muchas barcas?

-No he visto apenas ninguna en el río- contestó el malayo.

-¿Crees que tratarán de abordarnos aprovechándose de nuestra inmovilidad?

-No lo creo, mi amo.

-¿Hablas sinceramente? ¡Ten cuidado, porque comienzo a sospechar de ti, pues esta encalladura no me parece accidental!

El malayo hizo un gesto para esconder la fea sonrisa que le apuntaba en los labios, y enseguida dijo con tono de resentimiento:

-No he dado motivo ninguno para que dude de mi lealtad mi amo.

-¡Pronto lo veremos!- contestó Yáñez-. Ahora vamos a buscar a ese pobre Tangusa mientras Sambigliong prepara la defensa.

 

 
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Los tigres de la Malasia de Emilio Salgari   Los tigres de la Malasia
de Emilio Salgari

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