¡Andando! la calle está más obscura que nunca. La nieve cae, vistiendo de blanco aquella noche de Navidad. El frío es intensísimo, y los transeúntes que escasean cada vez más, aprietan el paso. Las aceras están resbalizas. La marcha es difícil. ¡Qué importa!... El obrero sale de la taberna y echa a correr hacia la casa que le han indicado.
-Vengo de la taberna.
-¡Ah!
-Allí me han dado las señas de usted.
-Bien, ¿y qué?
-Que he perdido mi portamonedas...
-¿Cómo era?
de cuero color castaña, pelado ya, con algunas roturitas...
-¿Cuánto tenía adentro?
--Veinticinco francos.
-¿En qué forma?
-En monedas de cinco francos.
-Aquí la tiene usted.
El viejo trató de hablar. Imposible. Se echó llorar de nuevo. Los demás lloraban también.
-Voy a dejar algo... para los niños.
Pedro arrimó una silla al visitante.
-Descanse usted un momento -le dijo.
-No, gracias, tengo que marcharme, tengo que ir a tranquilizar a mi mujer... La conozco muy bien... debe estar como loca... Hasta la vista. ¡Ya volveré!.. Pero no quisiera irme sin dejarles una prueba.
Pedro y su mujer se consultaron con la vista. La madre se adelantó, y con su voz dulce dijo:
-¡Pues bien! bendiga usted a los niños. Su bendición les traerá felicidad.
-Con todo mi corazón...
Y el viejo obrero se levantó, y con los ojos mirando al cielo, y la blanca cabeza descubierta, extendió las manos...