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Eran aproximadamente las cinco cuando la brisa nos abandonó cerca del fuerte Santa Cruz. Estábamos tan próximos a él que podíamos distinguir los cañones y los soldados. Cada tino de los dos tramos escalonados de la ciudad concluía a mano derecha con un edificio alargado de dos torres, los monasterios de Santa Teresa y S. Benito. El Pan de Azúcar, a nuestra izquierda, volvió a tomar su forma anterior, sólo que en lo alto de la pared vertical parecía habérsele saltado un pedazo. Un vaporcito brasileño salió de la bahía deslizándose ante nosotros y varias canoas de pescadores negros entraron a puerto. Bandadas de aves acuáticas blancas y negras cruzaron sobre nuestras cabezas dejando oír sus graznidos. El sangriento disco solar se ocultó tras los picos del Corcovado, bañados por los ardientes rayos del sol, y tiñó con resplandor rojo cobrizo la superficie de las aguas, a la entrada del puerto. El navío británico "Commodore" disparó las salvas de retreta y el -Escadre- arrió las banderas y los juanetes. En ese momento se presentaron a bordo de la fragata el cónsul de Cerdeña y poco después el de Prusia. A éste lo había conocido poco antes de mi partida. Su salida de Berlín se produjo con posterioridad a la mía. Río es su segunda ciudad natal, pues pasó en ella la mayor parte de sus años juveniles, y llegado a la mayoría de edad se había hecho cargo de los negocios consulares de su padre desde hacía diez años. Después de la primera expresión de alegría por el reencuentro, se lamentó que la niebla imperante me privara de la contemplación de una de las principales bellezas del magnífico golfo, la Serra dos Orgaos, de 3.000 a 4.000 metros de altura, cuyos picos zigzagueantes constituyen el fondo del grandioso cuadro que ofrece la entrada al puerto. También faltaba la Montaña del órgano para completar la estampa, aun cuando no era necesaria, pues la impresión general de todo lo visto ese día, de los alrededores de la bahía, era tan asombroso que la ardiente fantasía no podría haber imaginado más. Ya no se atrevía a agitar sus alas allí donde todo movía al asombro y a la admiración. jamás me emocionó tanto panorama alguno, ni aun el bullicioso e imponente paisaje de Nápoles con su humeante Vesubio y su maravilloso golfo, ni la magnificencia oriental de Constantinopla con sus encantadoras colinas erizadas de cúpulas blancas y esbeltos minaretes, donde bosques de cipreses dan sombra a los sepulcros de los musulmanes y la banda azul del Bósforo que todo lo anima, cercada de serrallos e innumerables villas, serpentea entre Asia y Europa. Ni aun Constantinopla me cautivó como la primera impresión que tuve de Río de Janeiro. Ni Nápoles ni Estambul, ni ciudad alguna de las tierras que conozco, ni la Alhambra, puede compararse en mágico y fantástico hechizo con la rada y el golfo de Río. Ante nuestros ojos se develaron maravillas jamás imaginadas sobre la tierra. En ese instante comprendimos por qué los primeros descubridores dieron al continente el nombre de "Nuevo Mundo-.

 
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Desembarque en Río de Janeiro de Adalberto de Prusia   Desembarque en Río de Janeiro
de Adalberto de Prusia

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